Somos una sociedad por madurar. Abrimos el jardín del esculturas del IVAM y a los pocos días ya están todas llenas de pintadas. Esto se arregla con sanciones reales y menos propaganda institucional
“Cuando un artista coloca una escultura urbana deja de ser suya. Es de la sociedad. Y ha de ser consciente de que algún día puede sufrir un acto vandálico. Es un riesgo, sí, pero forma parte de la cultura de ciudad. Otra cosa es la educación porque en cualquier país civilizado no sufriría un ataque; educación, tanto civil como política, el cumplimiento de leyes y normativas y el respeto por lo público. Y ahí si tenemos un problema grave, aunque fácil de solucionar”, me comentó un día un importante escultor español cuya obra, repartida por medio mundo, solía sufrir en esta ciudad ataques de vándalos, suevos y alanos urbanos.
Señal de modernidad para estos modernos políticos de raso nivel que desde hace años no sólo no persiguen los atentados a nuestras esculturas urbanas sino que los alientan, pero, lo peor, tienen en sus manos los instrumentos para impedirlo aunque lo animan de muchas formas, al menos no haciendo cumplir normas y menos estableciendo o imponiendo sanciones. Vale que tenemos que llevar mascarillas y para los inconscientes hay orden de sancionar, pero ¿por qué no sancionamos a todos esos bestias que nos pintan paredes, espacios urbanos, esculturas, y hasta monumentos sin que nadie haga algo y además se les aplaude con la consideración formal de “arte urbano”?
Por ejemplo. Hace unos días, al fin, “abría” el denominado jardín de esculturas del IVAM, instalado en una superficie trasera al edificio. Un espacio que debía servir para ampliar el museo, pero arrasó la vida de muchas familias con la expropiación forzosa de sus viviendas. Nos costó un pico la expropiación, pero mucho más un proyecto de ampliación que ya nunca se hará y salió sólo en proyectos por cinco millones de euros de los de entonces. Nada menos. Pues apenas unos días después de su “apertura”, y sin estar completo, ese supuesto jardín escultórico que hasta ese día había sido vertedero de hierbajos, versión vicealcalde Sergi Campillo, amaneció con sus esculturas repletas de pintadas. No había transcurrido ni una semana. Pero es que a principios de mes, el propio mercado de Ruzafa sufría un atentado de las mismas características. Y nadie se rasgó las vestiduras, cuando se trata de un insulto muy grave a nuestro patrimonio. Nadie dijo nada. Nadie montó un cirio. Nadie pidió explicaciones, Nadie asumió responsabilidades de vigilancia. Nadie… Aquí están a otras. O sea, al cambalache político de unos y otros, a la foto oficial poniendo cemento amarillo o rojo para hacernos creer que pacificamos los espacios públicos.
Esto de las pintadas comienza a resultar ya un agravio social y un gasto que se nos va de las manos. Un hecho preocupante.
Un dato. Renfe se gasta cada año más de 15 millones de euros simplemente en limpiar de grafitis sus vagones de tren. ¿Lo ven normal? Con ese dinero no sólo tendríamos cinco trenes nuevos sino que acabaríamos con algunos barracones para estudiantes y hasta construiríamos espacios civiles. Es más, daríamos de comer o montaríamos muchos comedores sociales en estos tiempos de zozobra. O incluso reforzaríamos hospitales y aportaríamos medios. Pero no. Aquí mola animar el grafiti. No en balde desde nuestro ayuntamiento de Valencia o nuestra Generalitat lo ven hasta consecuente. ¡Pues no van y animan a nuestras cortes de falleras a pintar con espray la falla municipal o incluso permiten que se pinte un claustro renacentista! Son muy modernos.
Sufrimos un desfase estético y social. Hace unos días, por ejemplo, el grupo municipal de Ciudadanos denunciaba que un tramo de la muralla árabe de Valencia había sido pintada de gris. No por error, sino para ocultar grafitis. Y nosotros y nuestros ediles, alcalde incluido, tan felices. Para eso están, para mirar hacia otro lado con el vandalismo.
El Palacio de Pineda, sede de una de nuestras vicepresidencias, un edifico clave del neoclásico valenciano, es como un gran lienzo en su parte trasera y hasta delantera.
Pero nadie actúa. El día que pongan unas buenas sanciones a quienes nos llenan la ciudad de escupitajos de pintura y apliquen contundentemente las leyes con las que nos hemos dotado esto se habrá acabado. Pero claro, si se anima institucionalmente ¿quién va a cumplir?
Por cierto: los muros de la sede de la consellria de Cultura son muy grandes. A ver qué gracia les haría al conseller Vicent Marzá, de quien depende la Ley de Patrimonio Cultural Valencia, y a su directora general de Patrimonio, Carmen Amoraga, que sirvieran como pizarra en su memoria.
Tiempo al tiempo. ¡Es gratis!