MADRID. La carrera de Steven Soderbergh no pudo empezar mejor. Con tan solo 26 años debutó con Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989) y ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes. Se convirtió en una de las grandes promesas del panorama independiente, en el niño mimado del nuevo Hollywood y en la nueva esperanza a la hora de conseguir aunar una mirada autoral con una perspectiva comercial.
Pronto se reveló como un director con más pretensiones de las esperadas. Su segunda película, Kafka, la verdad oculta (1991), sirvió para situarlo en la órbita de los creadores más analíticos y matemáticos, fríos y cerebrales, poco tendentes a la descripción de las emociones humanas de sus personajes y mucho menos a albergar ningún sentido del humor en sus películas. También era denso narrativamente, original pero lastrado por un tono intelectual que en ocasiones convertía sus ficciones en crípticas y poco accesibles.
Sin embargo, pronto comenzó a coquetear con los géneros, a jugar con ellos explorándolos a través del distanciamiento de su mirada. En Bajos fondos (1995) se adentró en el cine noir para revisitar el clásico de Robert Siodmak El abrazo de la muerte (1949) y dejó a todos descolocados con Schizopolis (1996) su primer experimento con la comedia, en este caso no narrativa y bastante freak en la que el propio director se situaba en el centro de la acción a través de un juego metacinematográfico.
Regresó a las atmósferas de cine negro con Un romance muy peligroso (1998), con la que por fin alcanzó el éxito de público en parte gracias al carisma de su pareja protagonista, Jennifer Lopez y George Clooney, con el que entablaría una amistad que se perpetuaría a través de un buen puñado de títulos.
A partir de ese momento, Soderbergh se convirtió en un director todoterreno y, sobre todo, mucho más accesible. Compaginó el thriller de prestigio (El halcón inglés, con un soberbio Terence Stamp), con el biopic de una mujer contra el sistema, Erin Brockovich, (que le brindó en bandeja el Óscar a Julia Robberts), al mismo tiempo que él mismo conseguía el reconocimiento de la Academia con su poliédrico retrato en torno al mundo de la droga, Traffic (2000) que obtuvo cuatro Óscar, entre ellos mejor director y mejor actor secundario para Benicio del Toro.
Precisamente, tras alcanzar su máximo momento de gloria, Steven Soderbergh pareció relajarse, y comenzó a disfrutar, a jugar. Y todo gracias al gran boom que supuso su Ocean’s Eleven (Hagan juego) (2001), en la que el director configuró un nuevo Rat Pack a la mayor gloria de George Clooney, Brad Pitt y Matt Damon, las verdaderas estrellas de la función que se encontraban en su salsa con su traje hecho a medida de pillos con glamour. En ella aportó todo su virtuosismo escénico para configurar una entretenidísima historia de robos y atracos que pronto se convertiría en un clásico dentro de la cultura popular gracias a la chispa, desvergüenza y efervescencia cool de sus personajes.
Ocean’s Eleven (Hagan juego), generó dos secuelas. Entre medias Soderbergh hizo de todo: experimentos de metacine (Full Frontal), ciencia ficción pseudointelectual (Solaris), proyectos indies (Bubble, The Girldfriend Experience), dramas de espionaje de aliento clásico (El buen alemán), una película feminista de mamporros (Indomable (Haywire), el biopic del Che en dos partes, la apocalíptica Contagio y cosas tan inclasificables como ¡El soplón!
Su vena macarra se destapó en Magic Mike (2012) y ahora regresa con lo que sería un cruce perfecto entre la película de los strippers que persiguen el sueño americano, y Ocean’s Eleven. Más o menos eso sería La suerte de los Logan, el regreso de Soderbergh tras cuatro años de inesperado silencio quizás por culpa de su desencanto con el mainstream actual y su eterno conflicto autoral-comercial.
Steven Soderbergh parece haber dejado, al menos por el momento, la gelidez expresiva que había caracterizado a sus ficciones y sus personajes y ha aprendido a dotarlos de ternura y humanidad
Quizás por eso ha decidido hacer una película que supone el reverso oscuro y menos glamuroso de Ocean’s Eleven. La suerte de los Logan es su versión redneck, ubicada en un ambiente rural y sureño en el que los personajes no visten ropa de lujo ni mantienen una actitud irónica. Aquí son seres de carne y hueso, entrañables y cercanos, que luchan por objetivos reales. No son triunfadores, es verdad, son supervivientes, perdedores, pero tienen dignidad y buen corazón.
Casi podríamos decir que por primera vez en la dilatada trayectoria del director, hay un verdadero afecto por sus seres, y aunque se vean envueltos en una trama rocambolesca (divertidísima y rodada con la precisión característica del director: cada pieza encaja a la perfección), lo cierto es que al final, lo verdaderamente importante es el cariño que se termina generando hacia ellos: desde a esa bestia humana que interpreta Daniel Craig (en uno de los mejores papeles de su carrera), al ex soldado manco al que da vida Adam Driver y, por supuesto, a un Channing Tatum que demuestra estar últimamente en estado de gracia.
Steven Soderbergh parece haber dejado, al menos por el momento, la gelidez expresiva que había caracterizado a sus ficciones y sus personajes y ha aprendido a dotarlos de ternura y humanidad. En ese sentido la relación paterno filial de Channing Tatum y su hija y el momento en el que le dedica en una fiesta colegial la canción de 'Take Me Home, Country Roads', de John Denvers, quizás sea lo más emocionante y sincero que ha rodado el director de toda su carrera.