Soy un trastorno límite y explosivo, me dice una chica gordita de ojos dulces y derrumbados. Ha pensado en matarse pero ha venido al hospital, así que la felicito. Antes de ello le he tenido que repetir la pregunta: ¿cómo te llamas? Pronto nuestras risas se escurren fuera del box seis y el residente que me ha pedido que hablara con la chica se asoma intrigado. Hola, soy artritis reumatoide, hola, soy diabetes mellitus. Nadie que se vea por primera vez se presenta así, la he reñido, y se ha encogido de hombros perpleja. Dos personas normales no abren una conversación de esta forma y cuando le digo que yo también sufro hemorroides la risa le ha sacudido los hombros, ha relajado los puños sobre sus rodillas. Confesar mis hemorroides es una pequeña maldad porque no es cierto, o no ahora, pero es la enfermedad más vergonzosa de mi catálogo y quería ponerme a su altura.
Una residente me llama para preguntar qué fármaco puede emplear con una abuelita que no responde ni al haloperidol en el tres. Tiene ochenta y dos y la ansiedad no se le pasa. Le pregunto si sabe lo que le preocupa y no tiene ni idea. Ella ─puntualizo─, no tendrá ni idea. Pero tú como médico debes ser una buena detective. Se enrolla, se atasca, cree que espero más, que la quiero pillar. Debe de ser de primer año y aún se siente examinada a cada rato. Aventura hipótesis, deja que se le cuelen datos: los hijos en Alemania, la cuidadora que le gusta, la que no le gusta; ha hecho una entrevista estupenda y no lo sabe. Le ha salido sin querer porque la ha acogido a la manera mediterránea. La imagino cariñosa y cordial mientras le preparaba los volantes de la analítica, discurriendo con ella por encima de la enfermera para que no se asustase con el electro. Lástima que esa información no sea técnica y sea de segunda categoría, parece charla de ascensor y resulta que es lo que ha disparado sus pulsaciones. Tanto celo en revisar el nivel de sodio y las cifras de la diastólica y resulta que estar sola con más de ochenta era una enfermedad. Un pródromo. Y una visita de la cuidadora que amaba y la ha dejado en manos de una que odia es el botón del pánico. La nueva, que no le gusta nada, no se ha molestado ni en acompañarla a urgencias. Sus pulsaciones a ciento treinta hablan de que echa de menos a la primera.
No me canso de repetir a los jóvenes que dejen de lado los fármacos y las etiquetas: hay una vida, una vida que duele, alrededor de la gente que llega a la puerta de urgencias. Si viviéramos cien años atrás todas estas personas no buscarían un hospital: buscarían la casa de un vecino, un bar, una parroquia, una trastienda, ¿dónde han ido a parar todos esos sitios que pronto sólo veremos en las pelis de época?
Cuando estoy quejosa e insatisfecha con mi terreta me pongo a mirar vídeos de guiris que hacen decálogos de nuestra cultura y me vuelvo arriba. No todo es sol y ponerse morado de tapas: les seduce el clan. Salen a los dieciocho de casa y viven para trabajar, pero aquí dan con otra cosa. La sensación tan loca para ellos de recibir un saludo de un desconocido es lo primero que tienen que superar: en un vestuario, en el ascensor, en una barra. Saludos casuales, preguntas, cortesías que no buscan nada a cambio. Una norteamericana muy dulce desglosa en su canal lo que nunca había hecho antes de venir a España: ir andando a la un pequeño comercio, coger un tren, una bici, olvidarse de los tiroteos, comer fruta y verdura que huele a fruta y verdura, demorarse en las terrazas sin que el camarero te atosigue para que te vayas. Le impresiona que defendamos ir al médico o a la universidad por delante del derecho a tener un arma. Y me deja helada cuando confiesa que en su colegio hacían dos simulacros de shooting al año y aquí sólo uno de incendio, o ni eso.
La chica del seis ya se encuentra mejor. Hemos quedado en que llamará a su grupo de batucada y pensará en escribirle a una amiga que se ha apuntado a teatro. A la abuela del tres le vamos a hacer un informe para servicios sociales. La cuidadora buena, la que no se despega de ella en el box, contará lo que pasa a sus hijos de Alemania. Hay dolores que se alivian haciendo comunidad pero, ¿qué cosa es comunidad? ¿Cuánto nos queda?
En el 39, en Argèles-sur-Mer, cuando los refugiados españoles tiritaban en una playa húmeda rodeados de alambradas, los guardas franceses estaban asombrados. ¿Qué les pasa?, comentaban, si acaban de perder una guerra, ¿cómo es que se juntan y dan palmas y hasta bailan? No creo que ninguno de aquellos hombres y mujeres y niños pensara en pedir un psicólogo, ni un electro. Eran más de medio millón. ¿Qué iban a celebrar? Haberse salvado y haberlo hecho juntos. Tirar de lo que tenían a mano.