El otro día, cenando en El Rodat de Nazario, allá por el plato número trece, al que habían antecedido seis o siete snacks, dije: Esto está buenísimo, creo que voy a vomitar.
En una misma frase.
La cigala en sangueta estaba realmente buena y yo realmente estaba a punto de vomitar. Me acordé de aquella romántica canción de Burguitos de hace años:“tenemos que quedar, quedar para vomitar”. Y cómo no, de aquella escena de El sentido de la vida, de los Monty Python,en que el señor Creosota, gordo hasta el desborde, se dispone a comer:
El Maître: Ah! Monsieur, me alegro de verle, ¿cómo se encuentra hoy?
Sr. Creosota: Mejor.
Maître: ¿Mejor?
Sr. Creosota: Mejor que traiga un cubo, voy a vomitar.
Y se dedica, durante toda la comida, de forma alterna, a engullir y a vomitar. Pide la carta entera del restaurante, le sirven el menú en otro cubo, cubierto con unos huevos de perdiz encima y paté, en cantidades que Obélix consideraría obscenas. Todo ello regado con seis botellas de Château Latour, un par de vinos espumosos y media docena de cervezas. Al final, el maître le ofrece una finísima lámina de chocolate a la menta que el comensal rechaza. Estoy lleno. El maître insiste, es un chocolate extraordinario y blablablá. Finalmente el sr. Creosota la acepta y revienta. Literalmente revienta.
Lo cierto es que la cena del otro día fue estupenda, muy recomendable el sitio, pero en un momento dado, temí reventar en público, dejar sobre la mesa una interpretación abstracta de lo comido hecha por mi estómago, con el color predominante de mi bilis. Y eso que pedimos el menú medio, que Nazario tiene la deferencia de ofrecer uno corto, uno medio y uno largo.
Por primera vez pensé que el trabajo del bonvivant es mucho más duro de lo que parece (yo soy menos que amateur), pensé en esa trágica frontera, en ese instante tan literario, devastador, trascendente, en que se pasa de la felicidad a la angustia, del placer al dolor en un solo bocado. Ese instante. Llegué incluso a pensar si no pretenderíamos suicidarnos a través de la comida, como el inconmensurable Mastroniai en La grande bouffe. Pensé si convocar a la muerte a la mesa era sólo un truco fácil para hacer más intensa la vida.
Sí, llevaba encima unas cuantas copas de vino.
Pero dejando atrás las ideas radicales (una tiende sin querer al melodramatismo hacia dentro) me cuestioné lo obvio: ¿no son demasiado largos los menús degustación? ¿Hay hambre para tanta cosa rica de una sentada? ¿Existen tan estólidos apetitos que resisten treinta, cuarenta platos seguidos?
Me pregunté si la razón de este exceso había que buscarla en las carencias sufridas en la guerra civil y la posguerra, que por algo soy española y es para nosotros fuente inagotable de explicación. Lo deseché en cuanto asomaron a mi mente los famosos banquetes romanos, aquellas orgías culinarias infinitas. Y es que ni siquiera lo de vomitar para seguir comiendo lo inventaron los bulímicos actuales. Ya en la época del emperador Vitelio, se puso de moda el arte de provocar el vómito introduciendo una pluma de pavo real en la garganta, y los vomitorios pasaron a ser lugares comunes en toda comilona romana, en aquellos impresionantes banquetes donde se servía además de pollo o jamón, platos tan exóticos como sesos de alondra a la miel, lenguas de flamenco o de ruiseñor, talones de camello, crestas de ave, pezones y vulvas de cerda. Banquetes que fueron haciéndose más y más excesivos a medida que crecía el ansia de los anfitriones por mostrar a través de ellos su riqueza y su poder.
Cuentan que el emperador Maximino llegó a ingerir 16 kilos de carne y 32 litros de vino de una sentada. Y en un desayuno con tiempo, el emperador Albino se comió 500 higos, 100 melocotones, 10 melones, 48 ostras y 2 kilos de uva. Ríete tú de los brunch de ahora. Eso sí te quita la resaca.
Antológico fue también el banquete del faisán, ofrecido por el duque de Borgoña en Lille, en el año 1454, en el que cada servicio constaba de 44 platos. Se sirvieron cuatro servicios, lo habitual para la época.
No me negarás que resulta excesivo. Pero tampoco mucho más de lo que nos proponen algunos restaurantes de hoy en día con menús estrechos, sí, pero larguísimos. Si he de serte sincera, yo me comería un tercio de lo que me ofrecen y el resto en tupper para llevar y disfrutarlo en casa en cómodos plazos. O les sugeriría que diseñaran distintos menús cortos, para poder visitar más veces el restaurante y así tener la oportunidad de cambiar esa absurda impresión mía de que los grandes cocineros hacen snacks espectaculares, grandes platos, carnes mediocres, y fracasan claramente en los postres, a medida que mi apetito se va degradando. Es sólo una sugerencia.