Se han criado en las pozas de la frustración, en los estanques de la rabia, en las charcas del revolucionarismo adolescente y en los pantanos del adoctrinamiento ideológico. Hay miles de supercompensátides que van y vienen, suben y bajan, corren, pululan, se arremolinan, supercompensan y sobreactúan enloquecidas por la feromona irresistible de la subvención. Supercompensátides que son seres nuevos, prodigios de la evolución política, fisiológicamente comunes y psicológicamente reordenadas, complejizadas, recalcitrantes y coloridas. Dedican su tiempo a perseguir la igualdad entre hombres y mujeres por el extraño procedimiento de recubrir la feminidad con un plus de masculinidad, macheando a la mujer y, por tanto, desconfiando absolutamente de sus propiedades intrínsecas. Lesbianodónticas y masculinofóbicas, las supercompensátides quieren ser hombres femeninos, mujeres hombrunas, gays lésbicos o lesbianas feminófilas; quieren ser lo que son pero dando un rodeo, haciendo una pirueta, retorciendo su naturaleza para deconstruirla, procesarla y transformarla en lo mismo pero de otra manera; para llegar a la igualdad por supercompensatación.
La supercompensátide busca la crisopeya ideológica; la transmutación de la simplicidad, por medio de la complejidad, en otra simplicidad más elaborada, más activista y transgresora. La supercompensátide superpone a lo simple una visión maniquea del género, transvasando al masculino la carga negativa para luego, paradójicamente, imitarlo. Escenifican la cuadratura del círculo; proponen la meta imposible y triste del antimasculinismo y el hermafroditismo voluntario a base de adopción y empoderamiento —vocablo este último de tenebrosas connotaciones vengativas—; buscan, en una palabra, la falsificación integral de su esencia. Estas supercompensátides son unas ninfas embrutecidas, enérgicas, johnwayneadas, piercingoides; unas amazonas con el pelo a cepillo y la voz impostada, o el pelo largo pero azul, o el pelo corto y fucsia, todo signos de inconformismo y conexiones con el estrato artificioso, forzado y mixtificante de la supercompensatación. Reivindican la feminidad hombruna, el feminismo entendido como un machismo invertido, como lograr una mujer que no lo sea en sí misma sino a través de una quimera lesbiogayánica, de un recorrido que la pase por el crisol de la hombría y la devuelva después a la mujerez. La supercompensátide supercompensata, en el fondo, porque no consigue convencerse del valor propio de lo femenino, porque no acaba de ver en lo femenino los ingredientes de una fuerza original e insumisa, y por eso ha renunciado a seguir buscando y opta por la solución fácil de apropiarse lo masculino. La supercompensátide es la mujer vestida de varón, la Greta Garbo, la feminidad varonil recalvastra y supercompensatídica. El caso es que proliferan las supercompensatizambas, y van diciendo por los colegios que La bella durmiente fue un cuento machista porque la bella esperaba pasivamente a que la salvara el príncipe, cuando lo cierto es que no dudaba, consciente del poder de su feminidad, que aquel atolondrado movería montañas para ponerlo todo a sus durmientes pinreles.
La supercompensatigenia impregna, pues, a los niños con su plastrón de autodesprecio; va contagiando su clamorosa falta de autoestima entre quienes la escuchan. Las representantes del movimiento son como cariátides que, avergonzadas de serlo, suplantan al discóbolo. Son ex-náyades, enántides y supercompensátides —el término enántides no existe; lo he puesto sólo como apoyatura musical, y podría significar sublevadas de lo suyo, princesas de la estafa o suripantas de la ordinariez—. Admiran tanto al hombre que llegan a odiarlo, y se tienen a sí mismas en tan bajo concepto que necesitan la supercompensatación, el parche de virilidad que las equipare y las redima. Son las hadas menores, el pelotón de los torpes, una plaga de feministorávides que sepulta la igualdad real bajo un torrente de sofismas y complejos.
Este gobierno trotskista, falaz y miope nos está llenando el paisaje de supercompensátides, que pueden ser mujeres pero también hombres gracias al agente de igualdad, esa figura sin género al servicio de la supercompensatación, que nos cuenta la milonga de Caperucita y Blancanieves en clave áulica y cortesana de poder feministógeno. La entelequia supercompensátide se ha dividido en supercompensatadores y supercompensatatrices, maniobra que, de alguna manera, es rizar el rizo y retornar de la indefinición actual a la división original. Animado por esta reflexión, he intentado hacerme supercompensátide, por si pagan algo, pero no lo he conseguido. Quizá soy excesivamente hombre, o demasiado mujer —que uno, a estas alturas del artículo, se confunde— para tanta supercompensatencia; o quizá estaba distraído inventando palabras que designen con la mayor exactitud literaria una estupidez de semejante calibre. La cuestión es que hay supercompensátides hasta debajo de las piedras; que sin darnos cuenta el mundo todo es máscaras, y todo el año es tiempo de supercompensátides, polillas en el farol de la partida y el presupuesto, del subsidio improvisado y el desvío de fondos por vía de urgencia con la excusa del salvajismo colectivo. Es hora de marchar todos juntos, y forcejeando para ser los primeros, por la trocha de la concienciación y la supercompensatividad.