Hoy es 6 de octubre
VALÈNCIA. ¿Qué tienen en común Tanxugueiras, Santiago Abascal, un figatell, Panza de burro, el procés català, 20.000 especies de abejas y la abuela de Rosalía?
Pues aunque no lo parezca, muchísimo. Son síntomas distintos de los tiempos que estamos viviendo y, analizándolos, podemos extraer algunas conclusiones sobre el momento actual: un momento de repliegue tribal frente al espíritu universalista que supusieron los años 90 y 2000.
La mirada al futuro se ha vuelto mirada al pasado y aquella idea de convertirnos en “ciudadanos del mundo” ha cambiado por un nacionalismo muchas veces excluyente. Hemos pasado de la hipermetropía al estrabismo. En lugar de mirar hacia Europa y soñar con New York, ahora miramos hacia el pueblo de nuestros abuelos y es allí donde ponemos nuestras esperanzas: en el calor y la solidaridad del grupo. Estamos viviendo la resaca de la promesa capitalista de un mundo cada vez más justo, donde los mercados acabarían (interesadamente, pero lo harían) con las guerras y tanto la igualdad como la democracia se extenderían allende los mares.
Lo cierto es que todo cambió con la crisis de 2008. Volvió la vieja idea de la suma cero: si ellos ganan, perdemos nosotros. Ahora solo había que encontrar un “ellos” al que culpar: los gobiernos o los inmigrantes o los ricos o los de las paguitas o Europa o las feministas o Soros. ¿Qué más da? El pensamiento se vuelve tribal y comienza la reivindicación del “nosotros”.
Una reivindicación sana cuando supone poner en valor nuestras singularidades -como ocurre en muchas novelas, canciones o películas de los últimos años- y terrible cuando supone excluir al diferente como ocurre con los actuales nacionalismos políticos.
A poco que lo pensemos nos daremos cuenta que las ideas ultraconservadoras de Vox reivindicando la familia, la religión, la lengua y la tradición son exactamente las mismas que impulsan a los partidos nacionalistas catalanes y vascos a desear la independencia. La única diferencia entre unos y otros es de dónde vienen. Si Puigdemont hubiera nacido en Madrid es probable que fuese un convencido españolista y que en Navidad evitara el cava catalán para castigar a los traidores a la patria. Si Abascal hubiera nacido en el seno de una familia abertzale y se hubiese criado con el euskera como primera lengua probablemente ahora militaría en el PNV. Los nacionalistas se defienden a sí mismos (su lengua, su “patria”, su paisaje, su religión…) por encima de los demás.
Ser nacionalista, en el fondo, es un acto de egolatría. Se aman a sí mismos.
Pero a pesar de lo que se suele pensar, no son los conservadores los únicos que defienden esa mirada a la raíz y lo cercano. Si nos fijamos en lo cultural, los últimos años han supuesto una vuelta a la tradición: a los libros nostálgicos sobre los abuelos, a las melodías folclóricas y populares o al cine que reivindica los orígenes rurales. Vivimos un momento muy similar al que vivieron los románticos del siglo XIX frente lo que ellos entendieron como un fracaso de la Ilustración, por citar un ejemplo.
Y es que la historia es cíclica, como las Converse o los pantalones de campana que siempre vuelven.
Es curioso que el nuevo conseller de Cultura y Deporte Vicente Barrera (VOX) haya insinuado que va a defender la tradición, lo identitario y lo popular como si estuviera en peligro cuando la realidad es que se encuentra en uno de sus mejores momentos. Más allá de los toros y la misa de siete hay toda una cultura que se transmite de generación en generación y que está siendo principalmente protegida por la izquierda, por paradójico que esto pueda sonar.
Traer a la Pantoja a la plaza de toros es algo genial, y lo digo sin atisbo de ironía. Pero la tradición es algo vivo. No debemos confundir pasado con tradición porque entonces cuando se muera el público del pasado se morirá la tradición. Lo popular muta y se adapta a cada momento histórico y a cada generación.
Un ejemplo: las bandas valencianas dieron a los grupos de rock valenciano como la Gossa Sorda, La Raíz o Zoo un sonido reconocible en todo el mundo por los arreglos de vientos e incluso incluyendo instrumentos como la dolçaina o la bandurria. ¿Y saben una cosa? Fue ese ADN valenciano lo que marcó la diferencia y los hizo destacar. El grupo Marala incluye en su neofolk una versión de la canción que mi abuela me cantaba para dormir: a la vora del riu mare... y la joven cantante La Maria se atreve con otras muchas melodías populares de nuestra tierra incluyendo, como Rosalía o Rodrigo Cuevas, la voz de los mayores como homenaje a sus raíces. Es difícil encontrar más amor por la Comunidad Valenciana que en las letras de Xavi Sarrià, Aspencat, Pep el botifarra, etc. donde no solo se reivindican las tradiciones, la gastronomía y el paisaje sino también las melodías y los instrumentos con los que crecimos.
Y sin embargo son estos grupos y artistas, que han mantenido y han dado a conocer nuestra música por todo el mundo, los que Vox probablemente deje de subvencionar, igual que ha quitado el nombre Vicent Torrent del auditorio de Torrent. ¿Su grupo Al Tall no es uno de los paradigmas del folk valenciano? ¿O es que la tradición solo debe ser reivindicada cuando se habla de toros, de la geperudeta o se exprese en castellano?
Que la derecha diga que su propósito es volver a lo popular solo se puede deber a incultura o miopía. Lo popular está más vivo que nunca. Y está vivo también entre los jóvenes, lo que asegura la pervivencia de nuestras tradiciones. Me pregunto cuántos jóvenes de Vox están aprendiendo a tocar la dolçaina o investigando viejas canciones tradicionales o visitando los pueblos para recuperar las recetas de sus abuelas que llevar a sus restaurantes.
Porque no solo encontramos en la música actual una mirada a los orígenes. Desde hace un tiempo los restaurantes más modernos son aquellos que crean a partir de nuestros sabores de siempre: el figatell, les coces de dacsa, la titaina o el capellà son ya habituales en la restauración valenciana. A lo que se suma el revival del almuerzo.
Diferentes síntomas que apuntan al mismo lugar.
Las cosas que ocurren, tanto en la cultura como en la política, no suelen ser fruto de la casualidad. Es obvio que en estos momentos en Palestina no están escribiendo canciones pop al estilo de Sufre Mamón. La guerra, el descontento y la crisis (o todo lo contrario: la paz, la bonanza y la tranquilidad) crean sus propias dinámicas.
Los años 90 y 2000, hasta la crisis de 2008, fueron décadas de mucha tranquilidad: acabó la guerra fría y el clima de conflicto se calmó, funcionaba más o menos el ascensor social, había bastante empleo, los dos partidos españoles mayoritarios iban turnándose en el poder sin excesivas fricciones con el apoyo de los partidos catalanes y vascos, etc. No es extraño que en este momento de calma, expectativas de futuro y el estómago lleno, las luchas sociales se centraran en el cambio climático o la pobreza cero en el mundo. El ocio viró hacia el turismo global y los mercadillos de las naciones en cada capital de provincia. Incluso en la política se puso especial énfasis en el europeísmo y el universalismo. Todo esto con Manu Chau de fondo, Richard Gere haciéndose budista, los bares de sushi extendiéndose y olor a incienso en cada casa.
Ha llovido mucho desde entonces y varias crisis han ido minando las esperanzas y ennegreciendo el futuro. Y cuando no hay futuro, la mirada se vuelve al pasado. Las pulseritas de artesanía africana son ahora banderitas de España; la música de fusión es música regional y las hamburguesas gourmet de kobe japonés son figatells elaborados en carnicerías de Simat de la Valldigna. Como hemos dicho, el espíritu de los tiempos ya no se define por lo global y el futuro sino por lo local y el pasado.
Dos de los primeros éxitos literarios que se hacían eco de esta tendencia fueron Panza de Burro (Andrea Abreu) y Feria (Ana Iris Simón). Feria supone la mirada nostálgica sobre los abuelos que vamos a encontrar en gran cantidad de libros actuales y en cierto modo bebía de esa idealización del franquismo presente en ciertos sectores de la política. Ante un futuro incierto se busca consuelo en un pasado falsificado en el que todos éramos felices. Porque al parecer con Franco éramos muy felices y cantábamos por las calles cogidos de la mano. Tan felices que los inmigrantes ilegales éramos nosotros.
El campo se ha ido convirtiendo en la nueva arcadia literaria: la corriente del neorruralismo encuentra en los pueblos de la España vaciada un escape al estrés y las frustraciones de la vida moderna (capitalista) y la autoficción investiga en la vida de nuestros abuelos como búsqueda del origen. Así como tu primo sueña con montarse una casa rural y dejar ese trabajo estresante que le hace infeliz, muchos libros actuales trasladan sus historias al campo.
También autores de todo tipo utilizan una voz particular, de tintes regionalistas. La narradora de Panza de burro no esconde, sino que reivindica, los modismos y el léxico canario. Las dos narradoras de Taller de Chapa y pintura (Mestizorras) utilizan palabras y expresiones chilenas y valencianas que las singularizan a la par que muestran el orgullo de pertenencia.
Un libro muy interesante en este contexto es Arcén del joven valenciano Borja Navarro cuyas historias se desarrollan en la CV-500 que enlaza Cullera con Valencia. El libro es profundamente costumbrista en su paisaje y ambientación pero a la vez muy universal: sus personajes están perdidos, en crisis, perplejos ante los cambios tecnológicos y sociales. Incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos se aferran a sus rutinas y símbolos para salvarse del caos: una bandera, una medalla de la virgen, un recuerdo en el que eran felices. Los personajes de Arcén son un ejemplo de aquellos que apelan a la tradición pero en realidad solo lo hacen al pasado. Un pasado que no desean que sea variado ni un ápice por los más jóvenes.
Si cambiamos el foco al cine español veremos que gran cantidad de películas usan indistintamente dos lenguas españolas. Estas historias muestran la naturalidad con que las regiones bilingües se expresan, más allá de polémicas e intereses políticos. As Bestas, Creatura, 20.000 especies de abejas o incluso la serie La Mesías son un ejemplo, pero hay muchos más. Lenguas y dialectos, como ocurre en las novelas actuales, muestran el orgullo de sus autores hacia la tierra y su riqueza lingüística.
A poco que lo pensemos descubriremos que el éxito de Rosalía, de Panza de Burro, de Maria Arnal i Marcel Bagés, de la titaina, de Alcarrás, de Rodrigo Cuevas o del esmorzar solo es entendible desde una época interesada en lo popular, que algunos consiguen mezclar con la modernidad para llegar a las nuevas generaciones. Porque, como ya he dicho, la cultura tradicional debe mirar tanto al pasado como al futuro. A aquellos que consiguen mantener la esencia de un pueblo con obras originales que conectan con las nuevas tendencias.
Repito: son los jóvenes los que deben mantener viva la tradición cuando los viejos mueran. Lo popular no puede pervivir sin mutar y adaptarse como algunos parecen creer.
Concluyendo, vivimos un momento de localismo cultural que comparten derecha e izquierda, así que señor Barrera y señores de Vox dejen de decir que ustedes reivindicarán la cultura popular. La tradición, por ahora, está a buen seguro gracias también a esa izquierda que demonizan.
La cultura popular es la expresión del pueblo y, mal que les pese, el pueblo no solo quiere toros y misas.