VALÈNCIA. El último viernes 13, a eso de las 10 de la mañana, el cielo se abrió de golpe para vaciarse sobre mí. O eso me pareció, porque todavía hoy no logro entender cómo al inicio de la Avenida del Cid iba tan fresco y seco sobre mi moto y cómo a mitad de esta gran vía –ya sin puentes en lontananza– tuve que aparcar de mala manera para comprobar el escaso margen de dignidad que me quedaba. Me había caído un monzón encima, pero como nunca. O sea, como con embudo. Acudía a una reunión de trabajo a la que acabé presentándome vestido de runner, sin ser yo nada de eso (suerte que llevaba aquella ropa en la mochila). Aturdido bajo el manto de agua que jarreaba como me si hubiera teletransportado a Lalín, sin margen textil con el que secar la pantalla del móvil y sin mirar a quién, alcé la mano, paré un taxi y mi día cambió por completo.
Entré pidiéndole disculpas por subirme "recién duchado". Recién duchado con ropa, quería decir, que ya imaginaba que era una modalidad poco habitual de cliente. Capté que era conductor de pocas palabras cuando con un par de ellas me dio permiso para montar el show del probador de señores en los asientos traseros. Y bien, que según me fui reconstruyendo hacia la normalidad, empecé a ser consciente de la cápsula en la que me había metido: el vehículo llevaba encendido el aire acondicionado a una temperatura adecuada, el mix aromático del habitáculo y del propio conductor eran incomprensiblemente armónicos y, por si todo esto fuera poco, aquel cincuentón cano y de sonrisa corta pero relajada tenía sintonizada Radio Clásica de RNE a un volumen tan equilibrado como todo lo anterior.
Superado el streaptease y la impresión de verme lanzado a una encuentro importante vestido de capullo, me hundí en el asiento de cuero hasta la abducción. Qué paz. A un par de calles de mi destino, decidí comentarle lo extraña que me resultaba aquella placidez:
-Discúlpeme, pero necesito decirle que estoy sorprendido. Este mes [por julio] me he subido a un par de taxis y en ambos he tenido que bromear de tal forma que sus compañeros entendieran que prefería el aire acondicionado a sacar la cabeza por la ventana. Además, por aquello de empecinarse con lo de generar un microclima tropical dentro del coche, los olores con los que había viajado casi invitaban a olvidar lo del aire acondicionado y aceptar la invitación a sacar la cabeza por la ventana. Y conseguido esto, lo de sustituir la sauna por un chorro de gas helado, aunque no sin cierta tensión en el ambiente, opté por no oponerme a la selección radiofónica: Federico Jiménez Losantos y una selección de remember bakala, en ambos casos a un volumen de sirena antiaérea.
-Ya...- me contestó.
Era hombre de pocas palabras y no gastó muchas más cuando amplié detalles. Le restó importancia. Yo le di mucha a lo suyo, le dije que no sabía como agradecérselo. Él me dijo que solo había tenido algo de mala suerte. Le dije que sentía caer en los tópicos, pero que apenas hacía unos días de todo aquello... Me quedé solo hablando enseguida. Con su silencio acepté que la generalización, precisamente, era injusta al incluirle a él. Llegamos, pagué y le deseé lo mejor. Me prometí guardar con llave los tópicos durante un tiempo... no ha durado mucho.
Porque esta semana he pensado mucho en él y en aquella escena. He pensado en él porque me hubiera encantado contrastar mis impresiones sobre el conflicto del taxi con su postura (descrita, seguramente, en unas pocas palabras y gestos). En la calle, por la tele y en internet, he visto actitudes violentas, autoritarias y surrealistas. De posición de poder en una huelga –más bien cierre patronal– que me han acabado desconectando de cualquier defensa de clase frente a la uberización del trabajo. No porque no me implique, sino porque el abuso de poder y la cerrazón me excluyen de cualquier grado de empatía.
Me ha costado no volver a la generalización. Al axioma del taxi, que, al menos para los muchos años de conversación sobre el tema, siempre redundan en el servicio. Porque no es algo propio de nuestro tiempo, sino de su propia existencia. La historia del taxi, recogida premonitoriamente en el último número de la revista Historia. National Geographic antes de que nadie hablara de "huelga", recuerda que este negocio se inició a mitad del siglo XVII, en Reino Unido, donde las tarifas se pactaban –oh, sorpresa– por trayecto (ojo, algunas de las más importantes asociaciones del taxi se muestran favorables a esta vía siempre que sea telemática; otras, incomprensiblemente, no). Desde sus inicios y hasta la actualidad, si hay un rasgo común a este servicio público es el de la queja documentada de sus clientes. Algo que no solo ayuda a abundar en los tópicos, sino que debería servir para relajar tensiones y no dar más importancia a aquello que se deriva del trato y de la relación pública en la atención al cliente. Pero así es.
Si acudimos a las fuentes en castellano, Leandro Fernández de Moratín celebró las bondades de los "coches alquilones" en Londres allá por el XVIII, a la vez que ya se quejaba –en el que quizá es el primer texto sobre este invento en castellano– de la baja calidad del servicio; de sus conductores. Otros más tarde, como el propio Mariano José de Larra, publicaron textos lamentando el pésimo trato en los simones –como se les llamaba a estos vehículos en la capital de su tiempo–. Pocos años después de su muerte, a mediados del XIX, el Ayuntamiento de Madrid tomó cartas en el asunto para exigir contractualmente a los trabajadores "honradez y moralidad sin tacha, aptitud e inteligencia para la dirección y manejo de los carruajes, contar por lo menos seis meses en este servicio y tener 18 años de edad". La razón, su extendida mala prensa, escrita entre otros por el periodista Ramón de Mesonero Romanos.
La realidad del taxi es que el número de licencias –al menos en València– sigue congelado desde finales de los 80. No hace falta que le recuerde a nadie de qué manera ha cambiado su población, la de su entorno y la cantidad de visitantes. El mundo, que se expande y encima la competencia, a la que me referiré dentro de un par de párrafos, ha captado el mensaje. Porque las quejas y desaprobaciones son muy similares en todos los países. La competencia –ahora voy– les ha atacado en la línea de flotación: el servicio. Y les ha evidenciado en el que, intuyo, es un mal del que han hecho gala durante esta semana en la que han impuesto sus normas en la vía pública: la incapacidad de autocrítica. Ni un paso atrás (salvo la condena a actos de una violencia que se describe por sí misma).
Si algo ha percibido la opinión pública esta semana del taxi es un margen de diálogo mínimo. Una obcecación y falta de recursos comunicativos y de gestión de la crisis que abunda en el citado axioma. Axioma o taxioma previo y posterior al taxímetro, invento que se extendió como la pólvora desde París –ciudad con gran población de taxis y bibliografía propia de quejas– y que no nos alcanzó hasta el primer cuarto de siglo XX. Porque esa es otra, que el conflicto de tarifas y servicio también ha existido siempre.
Las novedades del conflicto, ahora y en nuestro caso, suceden por muy distintos motivos. El primero de ellos, al que no oigo a ninguna asociación del taxi hacer referencia, es la ausencia de responsabilidad política ante la especulación de las licencias. Estos gobiernos tan liberales que nos representan han demostrado su ineptitud ante la mano invisible de un mercado capaz de ofrecer la reventa de licencias a 250.000 euros en las grandes ciudades. En un mercado donde no se sacan nuevas licencias pese a que su población crezca y su turismo se multiplique por X, ¿además de la reventa del título, alguien ha pensado en qué estadio queda el servicio público? El otro motivo nos llega con el mantra de la economía colaborativa, de la cual, hasta que se demuestre lo contrario –y no parece reversible– sabemos que ha llegado para precarizar cualquier puesto de trabajo y situarse como intermediario de un servicio que, casi siempre, no necesitaba de una empresa pagando impuestos en Irlanda o Luxemburgo y extendiendo desigualdad y pobreza entre los más próximos. Por si fuera poco, a partir de empresas que, precisamente, se dedican a acumular licencias para manejarlas. Compraventa y especulación. A otra escala. Por otros métodos y sí, atacando a un sector, el del taxi, con una capacidad autocrítica desconocida.
Cara a cara, sobre estos temas he percibido muy poco margen de conversación en la calle Colón de València esta semana. Posición férrea, casi histriónica y muy malas maneras. No eran los días para ello, seguramente... Para abundar en el axioma, vaya. En el taxioma. Una máxima incontestable de la que he oído hablar esta semana a personas a las que jamás había leído o visto posicionarse contra un colectivo laboral, pero que una vez puestos sobre la mesa los ya mencionados casos de violencia y abuso, no he podido ni querido rebatir. El todovalismo cala, pero para mal, en una base de potenciales clientes capaces de bromear sobre aquello de enchufar el aire acondicionado y reservarse las generalidades (tan injustas con tantos). En septiembre se verá si las promesas del Gobierno convencen al colectivo sobre el que podríamos cuestionar tantas cosas –como de tantos otros– si dieran muestras de voluntad autocrítica, que, para redondear el taxioma, han demostrado no tener ni un ápice.
Y, sin embargo, de todo esto me hubiera gustado hablar con aquel profesional que el último viernes 13 me recogió en la miseria circunstancial e hizo su trabajo desbaratando cualquier generalización sobre el taxi que pueda tener en adelante. No fue el único. Hay que admitir que uno tiende a recordar aquellos malos pasajes y a pasar por alto los que, a diferencia de este último tan maravilloso, fueron sencillamente correctos.