Hay una escena en Annie Hall en la que Woody Allen, cansado de que el tipo de atrás de la cola del cine diga estupideces sobre la obra de Marshall McLuhan, mete en escena al propio McLuhan para corregir al otro. Dice: "Ojalá la vida fuera así". Yo digo: "Ojalá las colas fueran así".
Pero qué va. Esperar en línea, rodeado de gente, dejando pasar el tiempo, no tiene nada de interesante. No va a salir, no sé, el jefe de los Mossos a desmentir a ese al que oyes hablar del proceso con argumentos que parecen un mueble de Ikea montado a golpes.
Tenía muchas ganas de ir a almorzar al nuevo espacio de La Pascuala. Porque está en mi barrio y porque me he criado allí. He ido al local de la playa cientos de veces. Un montón de gente lo ha hecho, es muy popular y conocido. Tuvimos que reservar con una semana de antelación porque no había sitio. Una semana. Nueve días exactamente, del jueves al sábado siguiente. Nueve días para probar un almuerzo de 7 euros. Me alegré un poco del éxito, cosas del corazón, pero un poco extraño sí resulta tanta espera. Supongo que debe ser un poco difícil reservar en Can Roca, forma parte del proceso. Al final de la espera, ocurrirá algo único.
Al llegar, cola enorme en la puerta y la entrada. Un par de tunos (viva el costumbrismo) entrando y saliendo con botellas de cerveza. Obras en la calle. Una chica muy amable con su nombre en la camiseta lleva un micrófono de esos que se ponen en la oreja y salen hasta la boca. No para de recibir llamadas y apunta a mano cosas en una agenda de esas enormes, como de salón de bautizos. Decimos que tenemos reserva pero aún tenemos que esperar 15 minutos más. Bien, no pasa nada. Pero quizá no es lo que uno espera de sitios así.
Porque ¿de verdad la modernidad es esto? Nunca he entendido del todo las colas. Quiero decir, entiendo tener que hacerlas para algún trámite. Entiendo tener que hacerlas si me van a regalar algo al final de lista. Pero ¿esperar para pagar? Siento si parece reflexión de primer mundo. Pero es que no sé cuántas cosas merecen realmente tanta espera. Creo que muy pocas. En las colas funciona un principio de superioridad enorme: el que monta la espera está por encima de ti. Comer allí es más importante que tu tiempo y que tú. Es raro.
Uno se mueve más entre trapos que entre bocadillos, y está acostumbrado a que le digan que las grandes cadenas de ropa han democratizado la moda. Tienen cosas estupendas, nadie lo niega, pero es justo reconocer que esa democratización se traduce a veces en montones de camisas apiladas y colas. Muchas colas. Y tanta masificación consigue justo lo contrario: que la democratización signifique que todos vestimos iguales, que todos estamos esposados a un método. Que merecemos esas colas porque saben que no tenemos alternativa mejor.
Un bar debería ser un poco de ruido y manos levantándose en la barra, y gente que sale y entra. Y entrar y que te conozcan, a veces. Un bocata, un café tocado y a otra cosa. Leer un poco el periódico en la barra si es prontito y no hay nadie. Pero ya está. Tras esos quince minutos nos sentamos a almorzar y todo el mundo, a pesar del aparente caos, fue amable y efectivo. Nos atendió una amiga de la infancia, que estudió conmigo. Estupenda. Ventajas del barrio. Todo se sirvió rápido y bien. Pedí un bocadillo llamado Merche y me pareció ver a Merche por allí. Esas cosas te reconcilian con la verdad. Lomo, tortilla y queso fresco a la plancha.
Sobre los bocadillos, las bravas, los tamaños y la relación calidad-precio que juzgue cada uno. Id (esperad) y luego decidís. Los bares clásicos, y su fama, son muchas veces como la casa de nuestra infancia, que recordamos más grande de lo que realmente fue. La nostalgia es la que maneja la mesa del burlanga. Hay un sitio para estos bares en nuestros recuerdos. En nuestro corazón también.
El problema, quizá, sea que necesitamos más sitios como La Pascuala. Más bares donde almorzar bien y barato. Uno en cada esquina de cada barrio, sustituyendo al local cutre o a la franquicia carísima de plástico. O a las tartas de zanahoria. Y así no esperar tanto. Termino con Flaubert, que dijo: "Es necesario dudar cuando se espera, y esperar cuando se está desesperado". Yo me quedo con lo primero.