VALÈNCIA. Se ha convertido en uno de los cineastas más prometedores del panorama actual, y todo gracias a su particular manera de captar el mundo que le rodea. Hace unas semanas Pedro Almodóvar se deshacía en elogios hacia Sean Baker, postulándolo como su gran apuesta de futuro, destacando su frescura para extraer de la realidad todo su poder subversivo y comparando su última película, The Florida Project, con Los olvidados de Buñuel.
Su especialidad es hacer cine a medio camino entre el documental y la ficción. Por eso dedica la mayor parte del tiempo a realizar una investigación exhaustiva antes de escribir un guion en el que lo importante es que los personajes adquieran una verdadera entidad, que tengan problemas reales, que no resulten prefabricados. A partir de ahí, utiliza sus historias como caja de resonancias para contar algunos de los problemas del mundo en el que vivimos, para dar voz a las personas que se encuentran en los márgenes, excluidas por su raza o su condición sexual, o simplemente por llevar una vida alejada de los estándares convencionales.
Nació en Nueva Jersey, pero se trasladó a Nueva York para estudiar en la universidad. Allí dice que conoció precisamente el cine de Pedro Almodóvar. Debutó en la dirección con Take Out (2004) junto a Shih-Ching Tsou, y en ella ya se interesaba por los problemas de los inmigrantes, un tema que retomará en The Prince of Broadway (2008). Con Starlet (2012), la particular historia de amistad entre una joven de 21 años y una anciana, logró acceder al circuito de Festivales internacionales, aunque la película que logró cimentar definitivamente su prestigio fue Tangerine (2015). En ella seguimos sin descanso los pasos de dos transexuales por las calles de Los Ángeles mientras el director las registra con su Iphone. Esta obra indómita y deslenguada, si algo demostró es que se podía abordar el cine social desde una perspectiva joven y fresca, acercándose a las nuevas sensibilidades a través de un estilo naturalista tan enérgico y contundente como desenfadado, utilizando la frivolidad para meter el dedo en la llaga en asuntos muy serios. Y demostrando que se puede hacer cine con muy poco, con un presupuesto casi ínfimo que se encuentra en sintonía con ese mundo precario en el que se sumerge el objetivo de Baker.
Ahora regresa con The Florida Project, una película en la que vuelve a utilizar su mirada observacional para adentrarse en un espacio lleno de contrastes: el de Disney World, la fábrica de sueños que se convierte en símbolo de la sociedad capitalista y los moteles de carretera que la rodean y en los que se aloja un variopinto grupo humano que hace mucho que dejó de creer en los cuentos de hadas y que se conforma con intentar salir adelante en medio de un entorno profundamente hostil. Es la otra cara de la moneda, la Norteamérica de la falsa prosperidad de Donald Trump. Edificios de apariencia kistch integrados en un hábitat que se convierte en caldo de cultivo para la degradación social.
En ese espacio vive Halley (Bria Vinaite) y su hija de seis años Moonee (Brooklynn Prince). La niña se desarrolla prácticamente sin ningún tipo de referente educativo. Se pasa el día con sus amigos haciendo trastadas y no tiene ningún respeto hacia la autoridad, representada por el encargado de mantenimiento de todo el recinto, el siempre solícito Bobby (Willem Dafoe).
La cámara de Baker se sitúa a la altura de los ojos de estos niños mientras los seguimos en su deambular cotidiano, en su picaresca ordinaria. Juegan en chalets abandonados, hacen travesuras dentro del complejo, comen helado y tiran escupitajos a los coches.
Son inocentes todavía pero ya comienzan a adquirir la malicia del entorno que les rodea. Han de sobrevivir en la calle y saben que ésta se rige por la ley del más fuerte.
Son como pequeños salvajes en un mundo en el que no parecen existir las reglas. Quizás por eso intentan reproducir los comportamientos de los adultos al mismo tiempo que, sin querer, se van empapando de las penurias que se suceden a su alrededor. Unas penurias que sirven para radiografiar el estado de salud de una nación que, definitivamente, vive de espaldas a sus verdaderos problemas.
Al utilizar la mirada de los niños, muchos de estos problemas no llegan a representarse delante de la cámara de una manera directa. Los percibimos casi por casualidad, los intuimos no porque se subrayen de una manera explícita, sino porque van quedando incrustados en nuestro subconsciente, al igual que le ocurre a Moonee y a sus amigos. Así, la delincuencia, la prostitución, la pederastia o la falta de expectativas laborales, va poco a poco introduciéndose en el tejido del filme casi sin que nos demos cuenta. Y ahí está una de las grandes virtudes de la película: que su vitalismo y efervescencia, que al fin y al cabo provienen del espíritu desprejuiciado de los pequeños, choque con ese devastador retrato, profundamente incómodo acerca de la forma en la que estamos construyendo la sociedad, llena de desigualdades, hipócrita a la hora de vendernos una imagen distorsionada de lo que es la felicidad.
Al igual que ocurría en Tangerine, el espacio vuelve a convertirse en una de las piezas fundamentales, en un personaje más. Ese colorido que lo impregna todo sirve también de contrapunto para maquillar, como siempre suele hacerse, las miserias que se esconden detrás de cualquier fachada.
Dice Sean Baker que, si se quiere transformar el mundo, debe hacerse desde el punto de vista de un niño. Ellos tienen una capacidad para maravillarse que nosotros hemos perdido, y cuentan con el poder de la imaginación. Moonee vive en una especie de limbo, en un universo paralelo a medio camino entre el cielo y el infierno. Entre la libertad total y la absoluta falta de moral. Y por eso Sean Baker culmina la película con una de las imágenes más poderosas y más subversivas del cine reciente. La del castillo emblemático del sello Disney y nuestros protagonistas, niños desterrados del país de la fantasía, jugando a su alrededor.