VALÈNCIA. The Good Fight llegó a su final, ay, y vamos a echarla de menos. Que, entiéndanme, está bien que acabe antes de que desfallezca, se convierta en otra cosa o se transforme en pura rutina, todo tiene su final y es genial que ese final sea consciente y no obligado. Además, qué caramba, ha sido una despedida a la altura de una obra inclasificable. A lo largo de sus seis temporadas ha sido deslumbrante, lúcida, extravagante, excesiva, gamberra, irónica, amarga, furiosa, divertida, desconcertante e irregular, pero siempre, siempre, apasionante. La capacidad de Robert y Michelle King, sus creadores, para no ir nunca por caminos trillados, para ofrecer siempre lo inesperado y seguir siendo coherente es asombrosa. Incluso cuando no nos convencía, cuando se pasaba de frenada, cuando nos dejaba atónitos o mosqueadas con un “pero qué me estás contando”, valía la pena seguir viéndola.
Además, esto es así, pocas series son tan útiles para entender el mundo en el que vivimos o, por lo menos, para plantear las preguntas adecuadas. Y es que una cosa que siempre ha hecho es no olvidar de qué iba, qué nos venía a contar. Es decir, cuál es esa buena lucha, la ‘Good Fight’ del título, que consiste, básicamente, en cómo responder ante un mundo que parece haberse vuelto loco y más despiadado de lo habitual, un mundo en el que alguien como Trump puede gobernar el país más poderoso de la Tierra. No lo he dicho aún, pero The Good Fight es una serie totalmente y rabiosamente política y profunda y salvajemente antiTrump. En realidad, Trump ha sido mucho más que un tema o una referencia para ser casi un protagonista, aunque solo le viéramos en efigie o nombrado en los diálogos: sin la sombra ominosa del trumpismo no hay serie.
Diane Lockhart, la inolvidable protagonista, maravillosamente interpretada por la gran Christine Baranski y su risa reparadora, intenta aguantar el tipo ante tanta irracionalidad de todas las formas posibles: con la razón y la verdad, con la rabia, apuntándose a un sospechoso grupo activista, drogándose, conspirando, evadiéndose con drogas, haciendo haikido, lanzando hachas, fingiendo indiferencia, batallando en todos los frentes e, incluso, saltándose los límites para utilizar las mismas armas del enemigo, como la violencia y el engaño, ante la inutilidad de otras formas de lucha. Nada que no hayamos sentido muchas personas frente al aparentemente imparable avance del fascismo y la sinrazón, la pérdida de derechos, las fake news, la absoluta falta de ética y empatía de quienes se dedican a desinformar, mentir y mucho más.
Con toda su elegancia formal, ¡esos despachos, ese vestuario!, la serie ha sido muy loca y muy punk en su retrato de un mundo chiflado, y ha entrado en todos los charcos sin dejarse ni uno: el racismo, el género, las fake news, el uso legítimo o no de la violencia, la pandemia, la corrupción, el #MeToo, el #BlackLivesMatter, el asalto al Congreso, la parálisis de la izquierda y de las opciones progresistas y, por supuesto, los límites del derecho, que al fin y al cabo tiene la apariencia de una serie de abogados, aunque quién lo diría a veces.
The Good Fight no quiere evitarnos ninguna incomodidad, como ese extraordinario capítulo en el que Diane se despierta en un mundo donde Hillary Clinton ha ganado las elecciones en vez de Trump. Diane es feliz pensando que el odio y la estupidez no han vencido, pero su felicidad solo dura un rato, justo hasta que se da cuenta, con estupor, de que en ese mundo sin Trump, no ha habido #MeToo e individuos como Epstein y Weinstein siguen tan campantes y nadie denuncia abusos que suceden. ¿Se puede ser más retorcido? Creo que maldije a los King varias veces mientras lo veía, al mismo tiempo que les rendía pleitesía por ser capaces de plantear algo tan perturbador, con esas reflexiones que no te dejan en varios días y a las que acabas desechando para no sentirme más mal de lo habitual.
La sensación de caos ha ido creciendo a lo largo de las temporadas, al mismo tiempo que lo ha hecho en el mundo real. Su última temporada se desarrolla sobre el telón de fondo, que luego no es tan de fondo, de continuos disturbios en las calles de Chicago, provocados por la ultraderecha. Un lugar donde pasan cosas extrañísimas, que a veces parecen pertenecer más a un universo onírico que al presente. Los personajes, y los espectadores, estamos desconcertados gran parte de la temporada hasta que nos hacemos conscientes de la barbaridad que estamos viendo y nos están contando y que, con su habitual humor soterrado, con la ironía que caracteriza a los King, asistimos al nacimiento de algo terrible que no sabemos muy bien cómo atajar.
El último capítulo tiene de todo (sin spoilers): acción, violencia, risas, drama y hasta comedia romántica. Es esa habilidad endiablada de los King de mezclar géneros, como sabemos quienes les seguimos en esta serie y desde The Good Wife, y hemos disfrutado de la loquísima ciencia ficción política de Braindead, que solo tuvo una muy gamberra primera temporada, o de ese imprevisible ejercicio de serie de terror que es Evil, actualmente en su tercera temporada.
Si no la han visto, si no conocen The Good Fight, dense el placer de entrar en un relato que parece acotado en un género ya conocido, series de abogados, pero que no es eso, es muchísimo más. Además de una galería de personajes inolvidables, sean protagonistas o episódicos, encontrarán una obra que se salta todas las barreras, incluso las del buen gusto, para ofrecer algo único y original. Y disfruten con su arrolladora cabecera, extrañamente confortadora en medio de ese mundo explosivo y sin sentido que tan bien ha retratado la serie. Gracias por tanto.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame