VALÈNCIA. El 19 de mayo de 1845 partieron de Inglaterra el H.M.S. Erebus y el H.M.S. Terror, dos navíos de la Armada británica con 129 hombres a bordo comandados por sir John Franklin. Su misión era viajar al Ártico y encontrar el último tramo del Paso del Noroeste, la ruta marítima que une América y Asia y el Atlántico con el Pacífico a través del Ártico, bordeando Norteamérica. La llamada expedición Franklin es hoy recordada como la enorme tragedia que fue. Los barcos quedaron atrapados en el hielo y los hombres sobrevivieron durante tres años en unas cada vez más penosas circunstancias. Su rastro se perdió y varias expediciones posteriores, tanto en el siglo XIX como en el XX, recogieron indicios y datos de los inuits, además de encontrar documentos, objetos, huesos y hasta cadáveres congelados. Finalmente, en 2014 fueron encontrados los restos del Erebus y en 2016 los del Terror.
La historia de la expedición y la figura de Franklin, convertido en héroe en Inglaterra, han inspirado numerosas obras literarias, musicales y pictóricas: baladas musicales como 'Lady Franklin's Lament', interpretada por Pentangle o Sinnead O’Connor, entre otros; una pieza teatral del gran Wilkie Collins; el relato de Julio Verne Las aventuras del capitán Hatteras; El descubrimiento de la lentitud, esa extraña e hipnótica novela de Sten Nadolny, etc. En 2007 Dan Simmons publica The Terror, una recreación de la historia con elementos fantásticos, que es la base de la serie de AMC que nos ocupa.
Ante semejante historia, la de un grupo de hombres perdido en el hielo durante ¡tres años!, ya habrán adivinado que el terror del título no es solo el nombre de uno de los barcos. El terror es el hielo y el morir congelados, la soledad, el vacío, la imposibilidad de salir y encontrar un camino de vuelta, la enfermedad, la locura, el hambre, la degradación del cuerpo (en la que no se escatiman detalles), la inminencia de la muerte. Pero también, y sobre todo, los otros y uno mismo. Los demonios personales y las flaquezas. Un sistema autoritario, jerárquico y clasista que clasifica a las personas y les deshumaniza. El orgullo y la soberbia como fuerzas motoras de unos oficiales incapaces de enfrentar la realidad y cuyo capricho se convierte en ley. Un gobierno que escatima en recursos y que, por ahorrar, no dota a las naves de lo necesario y compra la comida envasada más barata. El patriotismo y el honor de la nación como fin supremo de la existencia, más la pulsión de muerte que acompaña a ese patriotismo. Una sociedad que solo valora la apariencia y el dinero. Un sentido de la dignidad vinculado al lugar social que se ocupa y no a los valores personales. Un concepto de la masculinidad que obliga a ser duro, frío y competitivo, a no mostrar jamás debilidad, a desconfiar y a responder con violencia ante cualquier situación de amenaza. En fin, lo sabemos de sobra, el terror y el horror son del orden de lo humano, por más que se haya incluido un elemento fantástico que funciona, claramente, como una proyección de la situación de esos hombres perdidos y de sus miedos y flaquezas.
Todos esos grandes conceptos que motivan la expedición, como honor, patria y gloria (aunque la motivación principal sea la económica, por supuesto) acaban resultando ridículos en medio de la inmensidad del hielo y cuando se impone la batalla por la supervivencia. Tan absurdos como esos oficiales perfectamente uniformados, con sus galones y sus botones relucientes en medio del desastre y el caos. Cierto es que, como en todo buen relato de aventuras, también vemos lo mejor del ser humano: la compasión, la generosidad, el sacrificio por el prójimo, la entereza, la capacidad de superación, la amistad, pero la verdad es que la historia resulta desoladora. Es esa sensación de fatalidad que se instala desde el principio, y que tiene que ver no tanto con que sepamos el final, como con que la misión se percibe como suicida desde el primer momento. Ahí el contraste entre los hombres y el paisaje juega un papel fundamental para expresar visualmente lo imposible de la situación.
Es el paisaje sublime, el que abisma nuestra mirada y nos enfrenta a la inmensidad del Universo, uno de los grandes conceptos de la filosofía y el arte del Romanticismo, reflejado a la perfección en un cuadro como El mar de hielo (1828), de Caspar David Friedrich, que inevitablemente evocamos en nuestra cabeza viendo The Terror. Las imágenes muestran la belleza terrible del gigantesco espacio helado y los horizontes lejanos e inalcanzables, un paisaje que acaba siendo, paradójicamente, claustrofóbico, y en el que los dos barcos varados constituyen una anomalía visual, una incongruencia. El exterior blanco, vacío e infinito también se opone al espacio interior oscuro, estrecho y agobiante de los navíos, en el que los hombres han de convivir como pueden: de forma más fácil los oficiales, con sus camarotes amplios y lujosos, y mucho más difícil una tripulación hacinada en un área común en la que deben dormir en hamacas.
Toda esta historia de supervivencia imposible, el combate del hombre contra la naturaleza y contra su propia fragilidad, está magníficamente resuelto en el apartado visual. El paisaje impone una austeridad cromática que resulta tremendamente eficaz desde el punto de vista dramático, hasta el punto de que la imagen a veces es prácticamente en blanco y negro, y solo los rostros de los marinos o el rojo de la sangre destacan. La serie se toma su tiempo para contar la situación y explorar los desafíos de una convivencia forzada en una situación extrema, que conlleva un inevitable proceso de degradación de las relaciones sociales y personales, y también moral, de la identidad y del propio cuerpo. Ahí, la habitual excelencia de los actores británicos brilla notablemente, tanto en los personajes principales como en los secundarios, y contribuye enormemente a la veracidad del relato. Un relato, en fin, desapacible e ingrato, que mira al abismo de la condición humana a través de la historia real de unos hombres que murieron por encontrar una vía comercial para el transporte de mercancías, aunque lo llamen la gloria de la patria.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado