Es hora de reordenar prioridades y colocar el placer arriba del todo
Dice la Rae desde su poltrona de cuero que el capricho es una determinación tomada de forma arbitraria, inspirada por un antojo, por humor o por deleite en lo extravagante y original. También es una obra de arte en la que el ingenio o la fantasía rompen las reglas.
Vivimos tiempos de capricho, de arbitrariedad y originalidad, de quesitos prietos, afinados por la intemperie, de fresas tiernas como pezones, de cerezas como mofletes en flor, de espárragos cojonudos, de alcachofas de Tudela, siempre en flor, de jamón de raso que acaricia las ibéricas gargantas.
El capricho se nos ha vuelto tan necesario como el pan. Nunca un antojo, periférico, suburbial, conquistó el centro de la rutina, plantando su bandera de placer como símbolo de un nuevo reinado.
¿A quién le importa hoy la acelga, comer con menos sal, contar calorías como se cuentan los días que faltan para cumplir condena?
Adiós a los tiempos opacos del puré de verduras, de la coliflor hervida, de la pechuga a la plancha.
El planeta ha dado un giro y lo accesorio se nos ha vuelto de pronto esencial, el placer, fundamento. El paladar ya solo aspira a ser sublime sin interrupción.
Será una de las ventajas pandémicas pero parece que el orden de prioridades pide con urgencia ser trabucado, la pila se tambalea y clama por una nueva ordenación más cabal. Demanda que correr todo el día, trabajar en exceso, malcomer deprisa, se vayan de una patada al fondo. Que el agricultor que está debajo, aplastado, asfixiado por intermediarios y distribuidores se reincorpore y respire aire puro, lo mismo que el ganadero o el pescador, que el sanitario o el barrendero.
Pide que volvamos al mar, aunque sea por turnos, a ese mar tan viejo que nos devuelve siempre jóvenes a la arena de luz, mientras el viento turquesa nos regenera cuerpo y rostro.
Pide que llenemos más que nunca los pequeños comercios, las tiendas de barrio, los vibrantes puestos del mercado. Que cambiemos las feas palabras blister, lineal, autoservicio por las hermosas mercaderías, tendero, ¿qué te pongo, bonita?
Que desechemos las luces cenitales fluorescentes, ¿somos cadáveres o qué?, las cestas indistinguibles, los uniformes exactos con nombre en la pechera -esa insoluble contradicción de rasar y distinguir al mismo tiempo-, que cambiemos la tristeza de algunas cajeras- no se ha escrito lo suficiente sobre la tristeza de algunas cajeras de supermercados- por la alegría de siglos de los puestos de mercado, por el colorido de cera infantil, por los pescateros que despachan su género movidos por el oleaje del mar.
A menudo digo que me encantan las personas pero no soporto a la gente. No siempre es cierto. Hay un experimento que apunta a que si a un amplio grupo de gente les preguntas cuántas aceitunas contiene un tarro, la media de sus respuestas se acerca siempre más a la verdad que cualquiera de las respuestas individuales.
Es hora de que acertemos como gente, que estadísticamente demos en el centro de esa pequeña verdad que nos acerca al placer de las cosas sencillas, y nos aleja de la esclavitud de las grandes cadenas.
Que vivamos de antojos y nos entreguemos al placer como un acto subversivo, revolucionario.
También Goya tuvo sus caprichos, grabados algunos más realistas, otros más locos pero siempre satíricos, siempre críticos desde la razón con el comportamiento absurdo de muchos de sus contemporáneos.
Es hora de darnos a la lenta felicidad de los caprichos.