La democracia se rige por calendarios. Las elecciones tienen lugar cada cuatro años. Los parlamentos funcionan durante un plazo prefijado de tiempo. Los gobiernos se reúnen, generalmente, cada semana. En los ayuntamientos resulta frecuente que los plenos tengan lugar con cadencia mensual. En los anteriores calendarios se inserta, a su vez, el ritmo de los diferentes trámites que conducen a la aprobación de leyes, proyectos y restantes normas.
Los trayectos temporales y procedimentales suelen reiterarse, moldeando costumbres que atraviesan lustros y décadas. El calendario conforma un ritual que llega a identificarse como rasgo típico del funcionamiento democrático. Sin embargo, frente a la firmeza de su existencia formal, se está produciendo una erosión nacida de la nueva forma de calibrar el tiempo democrático: el tránsito a la digitalización de la vida pública ha revolucionado el ritmo real de los tiempos.
Ahora, la información viaja a una velocidad que nada tiene que ver con la que proporcionaban los medios existentes en un pasado, todavía no muy lejano, cuando las novedades cabalgaban sobre el soporte del papel. Salvo excepciones, el responsable, público y privado, disponía de cierto tiempo que, aun apresurado, le permitía buscar argumentos articuladores de una respuesta que se esperaba racional y coherente. Por el contrario, el lapso disponible para la contestación es prácticamente nulo en el momento presente: a menudo, el teórico protagonista de un asunto conoce de su existencia al tiempo que se le interroga para que lo justifique. Puede tratarse de las declaraciones de otro actor institucional o empresarial, de la decisión adoptada por algún poder público o social, de algún infortunio o de la última novedad internacional; sea cual sea el origen, se supone que la persona a la que interrogan los medios de comunicación o que es cuestionada en un marco institucional debe disponer de una respuesta que demuestre su dominio del punto planteado y la existencia de un criterio retóricamente convincente.
La nueva velocidad de la información, y su retroalimentación mediante las correspondientes réplicas y reacciones, cuestiona la calidad del material empleado por interrogadores e interrogados. Entre los primeros, porque el tiempo disponible para enterarse retrocede a medida que el mercado de la información se inflama de noticias falsas y se dispara, de otra parte, la competencia de medios y políticos por ser los primeros en traspasar sus respectivas líneas de meta.
En el reino de los interrogados, el martirio de la inmediatez obtiene sus propias consecuencias. No basta con conocer las noticias a primera hora de la mañana, desviando tiempo de otras tareas: el resto del día se encuentra salpicado por la ansiedad de los mensajes que aporta el teléfono móvil. Un torrente que dispersa la atención del receptor, por más que intente mostrar que resulta posible concentrarse en una conversación y en la simultánea lectura de los whatsapps. Un receptor que, en el mejor de los casos, obtiene de sus colaboradores una alerta preventiva sobre el asunto que surgirá en su inmediata interacción con periodistas, diputados u otros ciudadanos, sin que las escasas indicaciones aportadas le orienten sobre qué decir y cómo justificarlo. No sorprende que, en estas situaciones, tienda a abundar una frustrante respuesta carente de contenido real o que se recurra a simplezas verbales que, de cotizarse en el mercado de la retórica, obtendría una calificación próxima a la de los bonos basura.
No es únicamente en la calidad del lenguaje de la confrontación donde se observa que la contracción del tiempo disponible abona malas prácticas. Mayor enjundia alcanza la presión temporal que se ejerce sobre las decisiones de los poderes democráticos. Salvo catástrofes que demandan una respuesta inmediata aunque acoja retales de improvisación, la calidad democrática de una resolución pública depende, idealmente, de la concurrencia de expertos, la realización de estudios, el diálogo con los ciudadanos y parlamentarios interesados, la coordinación entre los órganos ministeriales concernidos y el diseño de un proceso de implantación y evaluación que sea eficiente y detecte áreas de mejora. Un itinerario que, al mismo tiempo, necesita estar atento a los cuellos de botella y otras causas de dilación-
La razón de ser de la anterior ruta es triple: imprimir calidad democrática a la decisión, asegurar su calidad técnica y lograr que las soluciones adoptadas alcancen un alto y duradero grado de impacto con un volumen de recursos moderado. En cambio, del ejercicio de presiones externas y de la confusión entre rapidez y eficacia se desprende un resultado opuesto al anterior. Pese a ello, la urgencia se ha apoderado de la esfera pública: la posición ciudadana reclama respuestas inmediatas, en ocasiones sujetas a medidas cuya solidez no ha sido contrastada en ningún momento pero que suenan comprensibles y fáciles. La oposición parlamentaria y partidaria se abonan al mismo nivel de exigencia, cuando no lo exacerban. La consecuencia final, salvo excepciones alejadas de los grandes focos de interés, corre el peligro de fondear en el mar de la ocurrencia y el capricho dogmático o en el de la satisfacción de los cazadores de rentas públicas y otros grupos de presión.
Ya sea en el campo de la opinión o de la decisión, el nuevo tiempo que acosa a la democracia no parece ser el mejor para su adecuado ejercicio. El uso del sentido común, de la prudencia y del conocimiento no casa bien con la forma como se ha introducido la seducción digital en la vida institucional. Con instrumentos, como las redes sociales, que han acrecentado la intensidad de las ansias y trasladado su ritmo y capacidad de exposición a un escenario público que sigue necesitando de contrastes y diálogos alejados de la superficialidad, la frivolidad y la improvisación. Qué preferimos para nuestras instituciones democráticas, ¿el modelo loro o el modelo sabio?