VALÈNCIA. En la empresa nos han sugerido que demos un donativo a Cáritas para aliviar la situación de las familias necesitadas del barrio. Algunas no tienen para comer. Vuelven las colas del hambre que yo veía cada jueves, durante la crisis de 2008, en los alrededores del Jardín Botánico de València, donde decenas de pobres rodeaban un camión con voluntarios, en las últimas horas de la tarde, para recibir comida y productos de higiene.
Algunos periódicos han comenzado a publicar los testimonios de personas que han perdido a sus familiares por el coronavirus. Son relatos conmovedores. En ellos hay tristeza, impotencia y mucha rabia. De haber habido una gestión eficiente del Gobierno, creen que sus familiares no hubiesen fallecido. Si me viera inmerso en una situación parecida, con mi padre o mi madre muertos y sin haberlos podido acompañar en los últimos días de su vida, me pregunto cómo hubiese respondido. Con seguridad no habría mantenido la cabeza fría.
'Desescalada' es una palabra horrenda que se expande para desgracia nuestra. Ni siquiera figura en el diccionario de la RAE, que recomienda no emplearla por ser un calco del inglés. Oírla o leerla me suscita tanto rechazo como 'resiliencia', 'empoderar' y la nausebunda 'empatía'. Otro término cuyo uso debería estar penado es el de 'consenso'.
Para ganar tiempo y salir vivo de la tragedia española, el Gobierno del maniquí ha ordenado a sus medios afines que difundan la necesidad del divino consenso, las bondades del acuerdo, la conveniencia de que todas las administraciones, desde la local hasta la estatal, lleguen a acuerdos por el bien del país. Y así empiezan a salir arrimadas (arrimadas viene de arrimar el hombro) por todas partes con la ignorancia atrevida que sólo poseen los tontos. Qué horror de gente.
El señor Casado, líder de la oposición conservadora, es objeto de amenazas los días pares, y de alabanzas interesadas los impares. Incluso diarios digitales que tienen la españolidad por bandera publican encuestas ad hoc para empujar a Casado a aceptar la trampa de los acuerdos de reconstrucción. Tonto sería si aceptase. Sería otra de las miles de víctimas del virus chino.
Con lo que está cayendo, con más de 30.000 muertos reales, un paro desorbitado y una economía en barrena, la abuela Celaá intenta aprovechar el estado de excepción para ver aprobada su nefasta Ley de Educación en las Cortes. La oposición le ha dicho que no es el momento, que una ley tan importante, con la que un país se juega su futuro, requiere un debate sosegado y tiempo para mejorarla. Pero la abuela Celaá, que nunca ha pisado un instituto de barriada ni piensa hacerlo, tiene mucha prisa por que esa ley entre en vigor el próximo curso académico, el menos indicado porque sucederá al actual, marcado por unas circunstancias nunca vividas.
Socialistas y comunistas pretenden sacar adelante una norma con todos los vicios de la nueva pedagogía. El objetivo es garantizarse el apoyo de una masa electoral para las dos próximas generaciones. Que todos sean igual de ignorantes. Les va la vida, el poder y la hacienda en ello. No importante que esa ley vaya a demoler lo poco que queda en pie de la enseñanza pública. No importa tampoco que los perjudicados de ese populismo educativo sean los alumnos a los que dicen defender, es decir, los hijos de las familias trabajadoras que carecerán de una educación de calidad para mejorar su posición en la sociedad.
Esta mañana he visto a menos niños en las calles. Por la tarde han salido más con sus papás. Lo del domingo fue un escándalo. Ni responsabilidad paterna, ni prudencia, ni distancia de seguridad, ni nada de nada. Una verbena nacional. A los españoles nos dan un poco de carrete, y sucede lo que sucede. Somos incorregibles; ni olvidamos ni aprendemos.
El experto en cejas se ha puesto muy serio en su comparecencia. Y ha venido a decir que si los padres y los niños se toman sus salidas a guasa, echarán de menos el actual arresto domiciliario, así que ojo, mucho ojo, que todo es susceptible de empeorar.
El iaio Ribó se ha planteado hasta cerrar los parques y los jardines de la ciudad.
Las cadenas amigas del poder político, esas que todos los días ofrecen gominolas informativas a las audiencias anestesiadas, se han vuelto a poner al servicio de la estrategia represiva del Gobierno. A un padre le puede caer una multa de 601 a 10.400 euros si se salta las reglas, han recordado una vez más. Aun con estas advertencias, la cifra de sanciones supera las 720.000 durante el estado de excepción.
Nos tratan como a niños, también a los adultos, y hacen muy bien. Nos lo merecemos. El pueblo español no ha despertado aún de la edad de la inocencia. Quiere que decidan por él. Es lógico que si nos portamos mal, papá Estado nos tire de las orejas dejándonos claro quién manda en casa. Un tirón de orejas, un cachete, un azote o un pescozón, todo vale para que el niño deje de ser travieso cuando baje a la calle.
Si el niño protesta —que no lo hará—, papá Estado le dirá que todo lo hace por su bien (el interés general, tan aludido estos días) y le mandará al rincón de pensar, como hace Begoña con sus párvulos para hacer de ellos unos hombres de provecho.