El director americano estrena una adaptación de Patricia Highsmith que podría proporcionar sendos Oscars a Cate Blanchett y Rooney Mara
VALENCIA. Era una de las películas más esperadas de 2015, pero ni siquiera la excelente acogida crítica que recibió en el Festival de Cannes (donde Rooney Mara ganó exaequo el premio a mejor actriz) sirvió para que la distribución española estrenara de manera puntual el último trabajo de Todd Haynes. Ahora, por fin, Carol accede a las pantallas comerciales de nuestro país, donde el público podrá disfrutar de un film que adapta la novela homónima de Patricia Highsmith, originalmente publicada en 1952 con el título de The Price of Salt, y que la escritora americana firmó con el seudónimo de Claire Morgan debido al contenido lésbico del argumento. No es la primera vez que el director trabaja sobre material literario previo, pero hasta ahora siempre se había encargado del guión, que esta vez deja en manos de Phyllis Nagy, conocida, sobre todo, por su trabajo en el ámbito teatral.
El tiempo que ha transcurrido desde su première mundial hasta ahora ha servido, al menos, para que corrieran justificados ríos de tinta sobre una película que significa la culminación de una filmografía relativamente poco conocida, pero intachable. Carol debería convertir a Haynes, de una vez por todas, en uno de los cineastas más importantes de su tiempo, un artista que demuestra una sutileza fuera de lo común para abordar la psicología de sus personajes y construir una relación entre ellos a base de gestos, detalles y sensaciones captados con tanta elegancia como complejidad. Un film lleno de resonancias, que destaca por sus notables cualidades pictóricas (de Edward Hopper al uso impresionista de la luz) y que vuelve a poner el acento en el asfixiante clima moral, puritano e hipócrita de los Estados Unidos de los años cincuenta, pero que sobre todo se centra en la relación entre dos mujeres de diferente clase social que se sienten atraídas mutuamente.
En cierto modo, Carol pone la guinda a un tríptico iniciado con Lejos del cielo (Far from Heaven, 2002) y continuado con la excelsa miniserie Mildred Pierce (2011), realizada para HBO y basada en la novela de James M. Cain (conocido, sobre todo, por El cartero siempre llama dos veces). En los tres casos, Todd Haynes plantea una reformulación del melodrama que conlleva una lectura consciente del género (en particular, de Douglas Sirk, se ha dicho en repetidas ocasiones) e implica, como ha señalado Ricardo Aldarondo, “reescribir las formas del cine clásico para hablar de las cosas y los sentimientos como no se podía hacer entonces”, pero también un admirable grado de depuración estilística. La paleta de colores utilizada en Lejos del cielo, o el minucioso trabajo en la construcción del plano, con constantes encuadres compuestos y recursos (ventanas, espejos, marcos) que subrayan el estado emocional de los personajes, patentes en los tres títulos, hablan de un cineasta que trabaja las formas hasta el último detalle.
Carol se abre con un plano de carácter simbólico: la imagen de lo que parece una celosía, después podría ser una reja y finalmente se revela como una tapa de alcantarilla. Si en Lejos del cielo el comentario sobre la represión sexual y la segregación racial de una sociedad intolerante servía para poner al descubierto la falsa vida idílica de una mujer de clase acomodada, esta vez el discurso de Haynes sitúa el punto de mira en el tema que, en realidad, ha dominado su cine desde siempre: El deseo. Y, nuevamente, con la mujer como epicentro del relato. “Siempre he sentido y pensado en el feminismo como punto de referencia. Creo que soy un cineasta mucho más sólido cuando hago películas sobre mujeres”, declaraba en una entrevista realizada por Manuel Lechón en el libro Todd Haynes. El creador seminal, publicado por el Festival Internacional de Cine de Gijón, con motivo del ciclo que dedicó al director en su edición del año 2000.
La estructura narrativa de Carol se asienta sobre un largo flash-back, que ocupa una gran parte del metraje. Anteriormente, Haynes ya había utilizado el recurso en Velvet Goldmine (1998), una película que viaja entre el presente y el pasado para articular la investigación de un periodista sobre la figura de Maxwell Demon, un trasunto del Ziggy Stardust de David Bowie (que prefirió desmarcarse del proyecto) que el director utiliza para reflexionar sobre la diferencia (otro de sus temas habituales), el estrellato, el dandismo o la relación entre realidad, ficción y mito. Desde sectores rockeros la película fue repudiada, quizá porque se esperaba una crónica de la era glam vehiculada a través de las biografías de Bowie e Iggy Pop. Admitiendo que fueron las principales (y obvias) fuentes de inspiración para perfilar los personajes encarnados por Jonathan Rhys Meyers y Ewan McGregor, la meta de Haynes nunca fue la voluntad historicista, sino la construcción de una fantasía colorista, barroca y salpicada de rock and roll.
Velvet Goldmine era una consecuencia lógica del interés de Haynes por la música popular, que ha jugado un importante papel en su carrera. La primera película con la que logró llamar la atención fue Superstar: The Karen Carpenter Story (1988), un mediometraje underground en el que contaba la historia de la vocalista de los Carpenters, dúo musical de gran éxito durante los setenta. Sin embargo, la fama ocultaba un grave cuadro clínico de anorexia nerviosa, que finalmente le acabó provocando un paro cardíaco cuando tenía 32 años. Contada nuevamente recurriendo al flash-back, la película era un singular biopic protagonizado por muñecas Barbie (el canon americano de belleza) que levantó ampollas: Richard Carpenter, el hermano de la cantante, demandó al cineasta por el uso de sus canciones (en realidad, fue la sugerencia de que era homosexual, junto al retrato despiadado de una mujer trastornada por lo fármacos y la imagen de su cuerpo, lo que desató su ira), y el juez dictaminó la destrucción de todas las copias del film, aunque el MoMa neoyorquino conserva una y, por supuesto, se puede encontrar en internet.
Siempre en busca de colaboraciones con artistas de riesgo, los miembros de Sonic Youth, que habían visto Superstar, propusieron a Haynes realizar el videoclip de su canción Disappearer, pero aunque la admiración entre banda y realizador era mutua, el resultado no fue el esperado. Era la primera experiencia de Haynes en el terreno del clip musical, y enfrente tenía a Geffen, una poderosa multinacional que exigía cumplir plazos, así que cuando mandó un primer montaje de su trabajo a la espera de comentarios, se encontró con que pusieron el material en manos de Tamra Davis, que lo rehízo para su emisión televisiva. La versión de Haynes se puede ver en el DVD Corporate Ghost. The videos: 1990-2002.
Tampoco convenció a muchos fans de Bob Dylan su inmersión en el universo del cantautor. I’m not there (2007) abordaba el mito poniéndose a la altura del reto, que Haynes afrontó de un modo tan original que marcó el fin del biopic tal y como lo conocíamos. La película, se aclara desde el título, no es la biografía cinematográfica de Dylan (como Velvet Goldmine no era la de Bowie), sino una experiencia audiovisual enfocada de forma libérrima (hasta seis intérpretes, incluida Cate Blanchett, encarnan al personaje), donde la historia personal y la trayectoria creativa del músico se mezclan hasta confundirse, en una disección (literal: la cinta comienza con una autopsia) que adopta la estructura de un intrincado puzle (para iniciados) con objeto de aproximarse a sus múltiples encarnaciones artísticas invocando su capacidad metamórfica. Un salto mortal sin red del que salió triunfante.
Como ocurre con muchos otros directores (Pedro Almodóvar, John Waters, incluso David Cronenberg), contemplando el clasicismo de las imágenes de Carol es difícil imaginar que Todd Haynes dio sus primeros pasos en el ámbito underground, y que incluso pensó dedicarse exclusivamente al cine experimental. Pero sus cortos y mediometrajes son la prueba de que prefería moverse en terrenos poco convencionales, y su debut en largo lo ratificó plenamente. Lo llevó a cabo con la ayuda de la que ha sido su productora y principal cómplice desde entonces: Christine Vachon. “Nos conocimos recién salidos de la universidad, cuando él estaba trabajando en Superstar”, relataba en una entrevista para la revista Total Film. “Ver la película fue como si me cayera un rayo. Supe de inmediato que quería colaborar con él”.
Dicho y hecho. Haynes tenía un proyecto titulado Poison (1991) que reunía tres historias conectadas por el sexo, la violencia y la marginación (de nuevo, el deseo y la diferencia): Hero es un falso documental sobre un niño de siete años que mata a su padre y desaparece misteriosamente; Horror está protagonizada por un científico que descubre el elixir de la sexualidad humana y, al ingerirlo, se convierte accidentalmente en un psicópata asesino; por último, Homo adapta textos de Jean Genet para relatar la historia de amor homosexual entre dos prisioneros confinados en un penal. Como se puede ver, la película ya contiene muchos elementos que van a convertirse en constantes de su obra. Y tampoco fue un camino de rosas, no solo por la inexperiencia del equipo y el escaso presupuesto: Los verdaderos problemas comenzaron una vez estuvo terminada.
Porque Poison, un film audaz y provocativo, inició su carrera de manera inmejorable, logrando el Gran Premio del Jurado en Sundance, cuando el festival era el mejor escaparate para un nuevo concepto de cine independiente americano, pero una reseña de Variety que hacía referencia a su contenido homoerótico desató las iras del reverendo Donald Wilson, un furibundo activista antipornografía, líder de la Asociación de la Familia Americana, que al enterarse de que la película se había financiado parcialmente con una ayuda del National Endowment for the Arts inició una campaña acusando a las instituciones de fomentar “la indecencia, la pornografía y la homosexualidad”. Una proyección privada en Washington terminó con una representante de la extrema derecha estadounidense declarando que era tan asquerosa que después de verla necesitaba bañarse en desinfectante. Y sin ir tan lejos, el cronista recuerda un pase en la Filmoteca valenciana protagonizado por los insultos e increpaciones del público de más edad que se encontraba en la sala y que, pese a manifestar abiertamente su incomodidad, no tomó la decisión de abandonarla.
Más allá de las reacciones que generó, Christine Vachon comenta en Shooting to Kill, su estupenda autobiografía, que Poison es “un buen ejemplo de lo fácil que es hacer una película cuando no sabes lo que estás haciendo, porque la ignorancia te permite no temer miedo”. Y esa valentía, por inconsciente que fuera, resultó clave para que Poison se convirtiera en realidad y, más importante aún, fuera la punta de lanza del llamado New Queer Cinema, que logró dar mayor visibilidad a la comunidad homosexual en el cine americano. “El nombre fue acuñado por un periodista”, explicaba Haynes. “En aquel momento confluyeron dos realidades. Por un lado, después del documental Paris is Burning (Jennie Livingston, 1990) y Poison, hubo una concienciación, que puede parecer tonta por obvia, de que había un público gay ahí fuera que compraría entradas para ver esas películas. Y que podías, directamente, promocionarte dentro de ese sector de público, lo cual es una estrategia de mercado. Pero personalmente creo que películas como Vivir hasta el fin (The Living End, Gregg Araki, 1992), Swoon (Tom Kalin, 1992) y Poison fueron el resultado de la intensa presión que estaban sufriendo los temas gays debido al auge del sida”. Recordemos que la epidemia extendió entre la comunidad homosexual un tremendo sentido de culpa y “una vergüenza por ser gay y llevar una vida promiscua que estaba siendo castigada”, según un Haynes que, huelga decirlo, demuestra su militancia mediante sus películas.
La crisis del sida, precisamente, es un tema colateral en Safe (1995), el segundo largometraje de Haynes, el único que no habíamos nombrado hasta el momento, su obra más aterradora y también la menos conocida, quizá porque ni siquiera llegó a estrenarse comercialmente en España. Un título fundamental para entender su evolución como cineasta (aquí ya aparecen las referencias al melodrama de Sirk) que parte, según explicaba en el dossier de prensa que se distribuyó cuando la película participó en el Festival de Sitges, de la sensación del director de estar asistiendo a la desintegración del siglo XX en Estados Unidos. “La pobreza, el aumento de gente sin hogar y la epidemia del sida contribuyeron a crear un clima donde las nociones de seguridad, inmunidad y supervivencia adquirieron un nuevo significado. Y cuanto más sé de las enfermedades ambientales, más paralelismos encuentro con el sida”.
La protagonista del film (una Julianne Moore soberbia, en el primer gran papel protagónico de su carrera) es una mujer casada, más anestesiada que alienada, que vive con un abogado en un acomodado barrio de las afueras, y cuya rutina diaria pasa por clases de aerobic, almuerzos y compras. Sin embargo, su mundo comienza a desmoronarse cuando aparecen los primeros síntomas de una extraña dolencia que parece sugerir su alergia al entorno ambiental. Desesperada, acabará en una comunidad new age tratando de encontrar la causa de su angustia y desintegrándose poco a poco.
Definida en alguna ocasión como “una película de terror del alma”, Safe retrata una crisis de identidad determinada por la intolerancia al entorno cotidiano. Como apuntaba el propio Haynes, “si no puede seguir conduciendo su coche por la autopista, ir a la peluquería o comprar nuevos muebles, ¿entonces quién es ella? Y más importante: ¿Quiénes somos nosotros? ¿Qué tipo de identificación podemos esperar conseguir con un personaje sin identidad?” La película, que invierte los valores tradicionalmente asignados a la enfermedad y la cura, no ofrece respuestas. Y eso es lo que la hace todavía más inquietante. Desde entonces, Todd Haynes ha seguido indagando en la psicología de sus personajes hasta llegar a Carol, una obra maestra que, de algún modo, supone un final de trayecto, aunque Wonderstruck, ya en preproducción (basada en la novela de Brian Selznick y de nuevo con Julianne Moore), y un futuro proyecto centrado en la cantante Peggy Lee permiten aventurar que va a seguir dando alegrías al espectador durante bastante tiempo.
Se estrena la película por la que Coralie Fargeat ganó el Premio a Mejor guion en el Festival de Cannes, un poderoso thriller de horror corporal protagonizado por una impresionante Demi Moore