Hace mucho -aunque a veces hace mucho sea incluso demasiado-, hace mucho que leí ese compendio de sabiduría -más allá de lo que implica una novela- conocido como El hombre sin atributos. Hace menos -hace muy poco, de hecho- que pasé unos días en Viena. Estos días, recorrí una vez más esas calles que a mí siempre me conducen a dos sitios, uno físico: el hotel que da nombre a la tarta; y otro psíquico: el periodo de entreguerras. Otras veces este cúmulo de años me ofrecía posibilidades impensables de raciocinio. Sin embargo, esta vez mi pensamiento fue concreto: El hombre sin atributos. Nada más pisar lo que los vieneses llaman innere stadt me asaltó de golpe la novela de Robert Musil. No pensé en ningún capítulo en concreto sino en algo mucho más etéreo y general. La novela apareció en mi mente como un todo asimilado a una estructura superior, como un grupo de sucesos que se erigen en compendio de un momento muy concreto de la historia, como ejemplo de saber, de ocio y de inquietud del ciudadano occidental de aquellos años.
Nadie que haya leído la novela de Musil podrá negar que durante algunos días ha sentido, amado y vivido como un tipo más de aquella época. Al igual que La educación sentimental de Flaubert o la más reciente y agitada, La región más transparente, del insigne mexicano -mi mentor, sin conocerlo-, Carlos Fuentes, la novela del austríaco representa un todo conocido desde Hegel como Zeitgeist, o lo que es lo mismo, el espíritu de la época, o lo que es aún más descriptivo, el esquema intelectual y cultural del momento con independencia de la edad o la extracción social, o el sentimiento de pertenencia de los individuos de su tiempo.
Hace poco -hace muy poco, en realidad- pude ver -bastante tarde, de hecho, para lo trascendente del objeto- los Perfect Days de Wenders. Este film como ejercicio estético es brillante, como entelequia urbana es abisal, como poema y panegírico del ser humano es ardiente, compleja y paradigmática. Más allá de la mitad de la película, el personaje principal -que va montado en una bici- le explica a su sobrina -que va pedaleando en otra al lado-, el universo está compuesto por muchos otros y aunque en apariencia están todos interconectados hay alguno muy distinto que no lo está. En resumen, aunque estamos todos juntos cada uno pertenece a un mundo muy distinto, y si es verdad que uno podría pensar que son mundos cercanos, muchos de ellos no lo están.
Comentaba con amigos en Viena que el problema de las redes -u otras vías digitales- no era el uso que les damos sino la existencia en sí misma del canal. El mero hecho de que haya infinidad de esos canales sobredimensiona la experiencia e impide aprehender la historia en su conjunto. El contexto del usuario será idéntico o muy similar al de aquel que usa ese mismo esquema o canal y, por lo tanto, será diametralmente distinto al del otro, que es ajeno al hecho empírico del primero y del segundo de estos usuarios. Un canal te da una perspectiva que no reproduce la del otro y, por lo tanto, como diría el personaje de Wim Wenders, los que habitan en dos universos tan distintos corren el riesgo de no conseguir encuentros que trasciendan la experiencia física -no siempre táctil, por supuesto-. En consecuencia, no hablaríamos de Zeitgeist -el concepto se revelaría ahora obsoleto-. Tampoco sería posible hablar de Volkgeist -que es el Zeitgeist aplicado a una nación-. Parece más propicio y riguroso hablar de un nuevo concepto, el Kanalgeist.
El canal per se no es deleznable, abominable o simplemente criticable. El problema es la miríada de tubos que nos lanzan sus mensajes. No por número de inputs sino por su amplia diversidad. No porque haya demasiados sino porque en ocasiones son contradictorios. No por excesivo sino por inabarcable. Un canal es más que nunca un mensaje. El canal -como decía ya McLuhan- es en sí mismo el mensaje. Cada vez es más frecuente que el mensaje se dirija al potencial cliente, que prescinda de su capacidad para devenir mensaje colectivo. Cuánto más público pretenda abarcar, cuántas más consignas o intereses se difundan, menos fuerza se proyecta. Cada vez es más frecuente por lo tanto que el mensaje se refuerce para atraer al que ya estaba convencido, o lo que es lo mismo, fidelizar mediante el ruido, a través de un mensaje radical. Lo que en apariencia debiera ser plural se transforma en el vehículo robusto de lo sencillo, de lo unívoco, de lo irracional. Encerrados en canales no permeables nos resulta muy difícil transitar entre uno y otro, cada vez son más distintos entre sí, y el que emite los mensajes ya lo admite abiertamente, él ignora a los oyentes que no escuchan, no se esfuerza en conseguir mayor número de receptores sino en generar mejores lazos con el que es fiel o más creyente.
La pluralidad asumible es positiva. La infinitud inabarcable no lo es. Que el Kanalgeist es el Zeitgeist postmoderno es un hecho. Que por ser dos términos opuestos el segundo es imposible como continente del primero. Y si Wenders, a través de Hirayama, nos transmite que ya no es posible un Zeitgeist, nos explica al mismo tiempo cuál es el camino para huir de los canales de una sola dirección. Unos argumentan el silencio, otros la belleza de lo cotidiano, pero nadie -por banal y, en cierta forma, cursi- ha explicado la singularidad del bien aristotélico como único ingrediente para combatir todo aquello que nos destruye. Bien que se define en la pantalla más allá de lo que expresa su contrario, una fábula infinita, la versión tardía y otoñal de aquella otra fantasía de Wim Wenders, El cielo sobre Berlín, una oda al ser humano, al Zeitgeist y a todo aquello que no existe.