VALÈNCIA. Tomás Puertes tiene 84 años, el cuerpo de un náufrago y el corazón de un caballo. No para de moverse, descalzo, arriba y abajo. Con esos pies de joven sube las escaleras a saltitos, con una agilidad impropia de su edad. Su mujer y algunos de los nietos que están pasando el verano con ellos deambulan por allí y se sorprenden al ver a unos periodistas hablando con el abuelo. Por todos los rincones está la huella de este hombre habilidoso con las manos que hace medio siglo compró este exuberante terreno en medio de la Sierra Calderona y, poco a poco, fue haciéndoselo a su gusto. Ahora le ha dado por plantar hortalizas en una huerta donde mete la azada cada mañana. Luego lee, curiosea en internet y escribe.
Por eso, en cuanto entra en casa después de enseñar esa piscina digna de un resort, mientras las chicharras tocan sus violines desde la pinada en uno de los días más sofocantes del año, despliega sobre la mesa varios volúmenes de su obra. Son los libros que ha escrito durante las últimas cuatro décadas sobre temas tan complejos y profundos como el apocalipsis o la reencarnación. Flota el temor de estar frente a un chalado o un hombre con una imaginación disparatada, pero Tomás, que firma sus ensayos como Tomás J Valencia, es un hombre muy cuerdo.
Su estreno literario se produjo allá por 1979. Al año siguiente logró que una editorial de Barcelona publicara su primer título: La verdad de la reencarnación a la luz del Evangelio. "Un libro que escandalizó a los cristianos", apunta desafiante. Han pasado 42 años y, como cree que la sociedad ha evolucionado y piensa que la gente tiene la mente más abierta hoy en día, está redactando una síntesis de su pensamiento en busca de una segunda oportunidad.
De vez en cuando 'googlea' su nombre o el título de algunos de sus libros y comprueba que siguen a la venta en Amazon y mil plataformas más. "Pero en estos 42 años yo no he visto un céntimo. Está claro que no escribo por dinero, pero tampoco le hago ascos...". Tomás no se anda con rodeos y rápidamente se pone a dar una charla sobre su pensamiento: "Cuarenta años después proclamo con entusiasmo que el apocalipsis, a pesar de sus dolores de parto, es tan prodigioso y trascendente lo que va a nacer en la mente del planeta y en nuestra propia mente que bien merece un aleluya. Esto rompe los esquemas de la gente que piensa que el apocalipsis es el fin del mundo. Es el fin de un mundo, ciertamente, pero de un mundo basado en el egoísmo y en la ambición desmesurada por las cosas de la Tierra, que están muy bien, pero es hora de que el hombre se descubra a sí mismo y deje de identificarse con su ego, que es lo que nos lleva al conflicto y a todos los problemas".
Tomás observa nuestra reacción a través de unas gafitas rectangulares. Encuentra respeto y eso le anima a seguir, a recordar uno de esos sucesos que, cuando los cuentas, corres el peligro de ser tratado como un demente. Tomás relata que hace cincuenta años, mientras viajaba en moto con su mujer por la Serranía de Cuenca, tras girar una curva, se toparon con una inclasificable esfera luminosa. "Estaba allí parada, esperándonos, y yo calculé que estaba a unos 300 metros de altura y que el diámetro aparente era de unos seis o siete metros. Aparqué la moto y nos quedamos mirando aquel objeto que era muy brillante pero no deslumbrante, y a los diez segundos me recorrió un escalofrío y se me erizó la piel viendo ese artefacto que era evidente que no era de este mundo. A partir de entonces fue cuando empecé con esa inquietud de querer buscar la verdad".
Hoy, a sus 84 años, se define como un buscador de la verdad. Y lo intenta hacer tendiendo un puente entre lo espiritual y lo material. "Son dos partes que se complementan. Tan malo es polarizarse en lo espiritual, como algunos místicos han hecho, como vivir pegados al hemisferio racional. El Génesis los llama cielo y tierra. Dios creó el cielo y la tierra. Yo digo que eso no fue una creación porque la ciencia ya ha descubierto que la energía ni se crea ni se destruye, ha existido siempre. Entonces lo que llamamos creación es una desunión de esa energía", expone.
Su obsesión ha sido rebatir esa doctrina de la Iglesia que obliga a los feligreses al dogma de fe, a creer porque sí, cuando, en verdad, él y muchos otros encuentran algunas incongruencias. "Si creemos en un Dios de infinito amor no podemos creer que ese Dios ha creado un infierno eterno para castigar a nadie. La idea de la reencarnación a mí me dio mucha luz. Busqué en los Evangelios a ver si había alguna luz. ¡Y, ostras, que si había! Un montón. De ahí que escribiese mi primer libro. Yo esperaba que los cristianos me abrazaran por haberles dado esa luz y sucedió todo lo contrario porque aún no estaban preparados para asimilar la verdad que contradice el modelo con el que han sido educados".
Tomás se pone intenso mientras su mujer, sentada en un sillón, no para de abanicarse mientras escucha el discurso que debe estar harta de oír. Él dice que no es creyente sino "sintiente". Y, como todo lo que transmite, lo argumenta: "La creencia te puede llevar al fanatismo, pero cuando tú sientes algo en el interior, eso lo vives y no hace falta ponerle nombre. Yo siento esa presencia y la he sentido varias veces. Con esto no estoy diciendo que yo sea una persona especial. Todos somos especiales. Lo que pasa es que el individuo todavía no se ha descubierto a sí mismo; está identificado con su ego, que es un falso yo que creamos en el hemisferio racional. Y esa es nuestra parte oscura, que está bien. Tenemos una parte de luz, que es el trocito de Dios que llevamos dentro, y nuestra parte de oscuridad. Es la dualidad de siempre, que se le puede llamar de muchas maneras: bien y mal, cielo y tierra, yin y yang, supraconsciente y consciente... Que cada uno le llame como quiera. Yo diría que en el universo todo es dual".
Tomás Puertes fue educado en la religión católica en una familia del Grao de València. Él nació en 1936, el año que estalló la Guerra Civil. "Llegué cuando estaban bombardeando el puerto", añade. Su padre trabajaba en una bodega del Grao, donde arraigaron los negocios ligados al vino y los licores. Toda su familia vivía de lo mismo. "Mis tías estaban en un despacho de la casa Egli (C. Auguste Egli se instaló en València en 1903), otro almacén de vinos de un propietario suizo, y mi padre trabajaba en la casa Pons (Pons Hermanos llevaba allí desde 1880). Por un escape de gas, dicen, aunque yo creo que buscaron darle una explicación, se trastornó y estuvo ingresado en Patraix en un hospital para locos. Yo era muy pequeño, tendría siete u ocho años. Éramos tres hermanos. Tengo una hermana dos años mayor que murió hace dos meses, y mi otro hermano es dos años menor que yo".
Sin el sustento paterno, su madre tuvo que buscarse la vida en plena posguerra trabajando en casa de los ricos. Antes del ingreso, su padre cogió la costumbre de abofetear a su hijo. Aquel niño de ocho años encajaba los guantazos llorando. Pero un día se hartó y pensó la forma de descolocar a su padre. La siguiente ocasión en que le levantó la mano, Tomás empezó a reírse. Al tercer bofetón respondido con una carcajada, lo dio por imposible mientras gritaba: "Este xiquet està loco".
El semblante de Tomás se ha entristecido con los recuerdos de esa infancia difícil. Agacha la mirada y por un instante parece haber perdido ese entusiasmo arrollador con el que habla de todo. No le complace regresar a esos años que se intuyen trufados de penurias. Al final logra escabullirse. "Yo he pasado por experiencias muy desagradables, pero gracias a esas experiencias he evolucionado en la vida. Lo más difícil que hay es cuando te han dado una educación basada en un Dios castigador de malos y premiador de buenos. Pero eso no me cabía en la cabeza. Por eso lo más difícil para mí ha sido vivir en la contradicción y he sufrido mucho por eso". Tomás buscó respaldo en la literatura. Creyó encontrar un filón en Pierre Teilhard de Chardin, un jesuita antropólogo. "Él descubrió que la reencarnación era algo coherente. No usa esta palabra pero habla de una evolución a través de ciclos. Sus libros estuvieron en la lista de libros prohibidos por la iglesia católica. Entonces sentí la necesidad de averiguar si eso podía encajar con los postulados cristianos y me dediqué a investigar en la Biblia, y vi que sí que se nombraba y que Jesús hablaba de la reencarnación".
Escribir sobre todos estos asuntos fue un entretenimiento, un ejercicio intelectual. Porque Tomás, en verdad, se ha ganado la vida como electricista y vendedor de lámparas, un negocio próspero que se llama Llum i Art y que su hijo mantiene abierto en la calle Roteros de València sesenta años después de que lo abriera su padre cuando era un joven con una sensibilidad medioambiental muy poco común en aquellos tiempos. Cuando en València se proyectó construir una autopista por el cauce del Turia, Tomás Puertes escribió una carta al periódico Las Provincias que se considera muy importante a la hora de concienciar a los valencianos en la necesidad de sustituir esa aberración por un enorme jardín. En ese escrito, digno de un visionario, Tomás proponía la alternativa de que València creara, como Madrid, su propia Casa de Campo.
Hace algo menos de cincuenta años, cuando Tomás ya tenía dos hijos y Charo, su esposa, estaba embarazada del pequeño, el matrimonio tenía el capricho de comprarse una casita en el monte. Charo apremió a su marido un 22 de enero. Era San Vicente y, como solo era fiesta en València ciudad, cerraban el negocio y tenían la posibilidad de ir a ver alguna vivienda. Se fueron al kiosco, compraron el periódico y se pusieron a buscar en las páginas de anuncios. Les llamó la atención uno que ofrecía un chalet en Olocau. No sabían ni dónde estaba, pero cogieron el mapa y salieron hacia allí. Al llegar con las dos niñas pequeñas, el dueño les recibió con una frase que les sorprendió: "Esta casa va a ser para vosotros". Y así fue.
Tomás nunca ha creído en las casualidades y tiempo después le encontraría una explicación cabalística a ese terreno de la Sierra Calderona que apareció en sus vidas y que hoy es su coqueto hogar. "Yo fui monaguillo de un cura de la Parroquia del Patriarca San José, en la avenida del Puerto. Entonces la iglesia estaba en un refugio y este hombre, que era artista, tenía un proyecto de hacer una escuela para pobres y fue recogiendo dinero hasta que compró una manzana entera. Antes de morir me contó que había comprado también un terreno donde había plantado unos árboles pero que llegaron unos buitres y se lo apropiaron. Se murió con esa tristeza. Luego me enteré de que el dueño de nuestra casa era su sobrino. ¡Qué casualidad! Porque, además, el propietario, al que no le dimos ni una señal, se negó a vendérselo a nadie más".
No tarda en volver a sus libros, a las teorías que le mantienen ocupado desde hace décadas. Tomás da por buenos los testimonios, abundantes, de personas que han estado en el umbral de la muerte y que manifiestan que, en ese momento, se ven fuera de su cuerpo. "Sencillamente pasan a otro plano, como aquellos que se ven flotando encima de un quirófano mientras los médicos intentan reanimarlos. Esto no ha sucedido una ni dos veces sino miles. Así que estoy convencido de que seguimos viviendo cuando abandonamos este cuerpo. Y luego, en ese otro plano que es el más allá, creo que hay varios planos también, que no todos vamos al mismo sitio".
La edad no le ha arrebatado la curiosidad ni la vitalidad. Tomás está convencido, y habla desde la experiencia de los 84 años y su salud de hierro, que nunca hay que detenerse. "Para tener la mente activa hay que tener el cuerpo activo también", comenta como para regalarnos un consejo vital. Y añade la importancia de alimentarse de manera saludable. Llenando el plato de verduras y desterrando el azúcar al que fue adicto durante muchos años.
Poco después de esta lección de longevidad, Tomás sale a toda velocidad hacia la otra casa. Camina al lado de un muro donde están colgadas las fotos de sus hijos y sus nietos. A otro lado, distribuidos entre varios tipos de cactus, hay figuras y azulejos con mensajes sorprendentes. Un buda al lado de un enanito. Un elfo delante de una vasija de barro. O un angelito delante de un azulejo con un mensaje de su cosecha. Como si su doctrina hubiera echado raíces en ese terruño en mitad de la Calderona