Nuestras tradiciones gastronómicas son un pedazo de nosotros mismos: no las perdamos nunca
València es un estado de ánimo; cada vez lo tengo más claro. Ni un color, ni un aroma ni un logotipo ni un cartel ni mucho menos una bandera: es una forma de estar, de mirar el mundo.
Dijo Robuchon que “cuando mi madre nos daba el pan, repartía amor” y precisamente por eso es tan importante conocer, respetar y abrazar nuestras tradiciones, porque guardan un pedazo de nosotros mismos. Porque cómo cojones vamos a entender nada de lo que somos si no miramos nuestra alacena y nuestros ayeres. Porque eso somos.
València es l´esmorzaret de cada mañana —la piedra angular de esa maravillosa filosofía llamada 'meninfotisme' (de me n’hi fot) que, me dicen, tiene un cariz peyorativo... ¿pero por qué? ¿Alguna doctrina más inteligente que ese 'laissez faire' que en París suena cool y aquí es holgazanería? Anda y que os den. En cuanto al dónde, qué más dará: me pirran las bravas del Bar Ricardo, las tellinas en Rausell, la tortilla del Bar Alhambra, el bocata de calamares de Erajoma o la brascada con carne de caballo de La Pascuala. Pero l´esmorzaret no es un plato ni un restaurante: es una actitud. Ser feliz.
València son las clòtxinas al sol en tantas terrazas al son de la primavera —porque aquí siempre es primavera; “los valencianos son generalmente inclinados a consumir clòtxines, nombre que dan a tales moluscos, servidos a veces fonográficamente”, lo escribió Francisco Almela y Vives en Valencia y su reino (1965) y ya entonces nos volvía locos el bivalvo pequeño, sedoso y lleno de sabor. Un trozo de mar en cada mesa.
Sorolla, el Cabanyal, los buñuelos a media tarde (sagrados, para José Miguel Herrera de Nozomi), un buen 'cremaet' en tantas tabernas dels poblats marítims y cacahuetes del Collaret sobre cualquier mesa de aluminio (y servilletas de papel) en ese templo del hedonismo matinal llamado La Pérgola, “uno de los locales que forman parte de esa santísima trinidad mítica en la ciudad que ha conseguido mantenerse al margen de brunchs, aguacates y smoothies”.
València es la torrija del Bar Rojas Clemente, el vermú del Aquarium, la sang amb ceba de Vicente Patiño (su tradición imprescindible, “buena cerveza de barril, morro frito con un poco de pimentón y unas buenas telinas”) en Sucar y aquellas tradiciones tan necesarias (y tan telúricas) como la procesión marítima de la Virgen del Carmen el 16 de Julio. Me cuenta Begoña Rodrigo que “yo normalmente lo celebro en Sagunto; mi tía se llama Carmen, viven allí y tienen barco... ¿ que más se puede pedir ? Siempre salimos con la procesión pero con el barco lleno de tortillas de patatas, pescado en salazón, encurtidos, salazones, pan y vino... y se monta un festín con la excusa religiosa del carajo que acaba con fuegos artificiales y copas vacías”.
València también es nuestro extremismo con la paella. ¿Y sabéis por qué nos ponemos así? Nos ponemos así porque nos importa, porque cada guisante en cada paella de cada tugurio en Sitges o Matalascañas es un insulto a cada valenciano. Y mira: no.
València es encuentro, entusiasmo y hedonismo sentido tras cada relato; tan solo hay que saber mirar.