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memorias de la ciudad

El rastro perdido de la historia de amor más triste de València

Foto: KIKE TABERNER

Rafael Solaz rescata al actor y autor teatral valenciano Vicente García Valero, estrella del tránsito del XIX al XX, a partir de su enfermiza tragedia que ocurrió en un barrio hoy desaparecido

28/10/2018 - 

VALÈNCIA. No queda nada. Es una València que “prácticamente desapareció”, asegura el escritor y coleccionista valenciano Rafael Solaz. Tan solo un puñado de textos, las primeras fotografías de la ciudad y algunas memorias. Entre ellas las de un autor y actor teatral de cierto prestigio entonces y sobre todo éxito, Vicente García Valero (1855-1927), un nombre hoy en apariencia olvidado pero que se ha convertido en un icono entre coleccionistas y amantes de la historia de la ciudad y de los relatos góticos. Retratos suyos dedicados se venden en Internet por cientos de euros y fue incluso protagonista de un especial del famoso programa televisivo de misterio Cuarto milenio, presentado por Íker Jiménez. Y es que como bien dice el historiador e investigador valenciano José Antonio Garzón, la historia de García Valero “tiene los mimbres de un relato de Edgar Allan Poe o Lovecratf; es una historia que nos cautiva desde el primer instante”.

Foto: KIKE TABERNER

El porqué este ignoto escritor ha vuelto a la actualidad es un secreto más fácil de resolver. Hace ya un lustro Rafael Solaz dio a conocer la enfermiza y obsesiva tragedia de García Valero, que había conocido por las memorias del propio actor y dramaturgo Páginas del pasado. Posteriormente la incorporó a las rutas del Museo del Silencio, un paseo por las calles del Cementerio General de València que ayuda a redescubrir historias insólitas de la ciudad. Y después el boca a oreja hizo el resto. Una fama que ha sido, curiosamente, pese a la ciudad, cuyo crecimiento urbanístico parece que hubiera sido diseñado para que no quedara ni rastro. Porque la València que vivió la patética historia de amor de García Valero y Emilia Vidal (1857-1876) ya ni existe. Sólo quedan restos, vestigios, y a veces ni siquiera eso. 

Foto: KIKE TABERNER

“La zona de la calle de la Sequiola, donde vivía él, es ahora Don Juan de Austria; no cambió su trazado pero sus edificios sí fueron derribados”, explica Solaz. “En donde estaba la casa natal de García Valero edificaron el edificio del Teatro Apolo, que también ha desaparecido”, añade. Otro tanto sucedió con el vecino barrio de Pescadores, el de su amada Emilia, que ya ni existe y que ha sido suplido por el corazón de la València contemporánea. Como comenta la periodista Rosa Domínguez, ya prácticamente “nadie recuerda que hubo un barrio llamado pescadores datado en la época medieval”. El barrio abarcaba el perímetro comprendido entre la calle de Las Barcas, la calle Huerto de los Sastres [actual Pascual y Genis], Lauria y la zona de la calle del Sagrario de San Francisco [actual plaza de l’Ajuntament], explica Solaz. 

El barrio de pescadores recibía su nombre, lógicamente, por ser el espacio donde vivían buena parte de ellos. Estaba alejado del mar porque hasta no hace mucho vivir junto al Mediterráneo era cualquier cosa menos una buena idea. Fue testigo de muchas vivencias, algunas tan espectaculares como el robo en 1871 en la sede en València del Banco de España que ejecutaron los Seguí, unos forajidos de leyenda. Una de las testigos de este atraco fue precisamente el gran amor de García Valero, Emilia. Ella vivía con su familia en un tercer piso frente al convento de Santo Tomás, esquina a la calle del Empedrat, no muy lejos de la casa que alquilaron los Seguí en la plaza de las Barcas, desde donde hicieron el túnel con el que llegaron hasta el banco. Todos estos espacios han sido engullidos por las calles Poeta Querol, Pascual y Genís, Pintor Sorolla y Barcas. Sic transit gloria mundi.

Foto: KIKE TABERNER

Fue con el arranque del siglo XX, y con la mejora de las condiciones de vida en los Poblados Marítimos, que todas esas calles desaparecieron. Las siete que aglutinaban el viejo barrio (Rey Don Pedro, Lope de Vega, Bonilla, Flores, Jurados, Timoneda y Entenza) fueron reemplazadas por dos nuevas y perpendiculares que, tras su construcción, aparecerían en el callejero como Correos y Pérez Pujol. Pocos después se levantaron los primeros edificios de Francisco Mora Berenguer ante la calle Sagrario de San Francisco, hoy también desaparecida, y comenzó a nacer la nueva ciudad que se llevó por delante cualquier recuerdo de aquellos años. Así fue como se perdieron, explica ahora Solaz, “aquellos cafés íntimos y de tertulia obligada, aquellas tiendas emblemáticas que se situaban en la calle de las Barcas y adyacentes, mucho antes de edificar los nuevos y exclusivos edificios donde se ubicarían las entidades bancarias y los hoteles”. Por irse se fue “hasta la mítica plaza de las Barcas, coqueta, junto al Teatro Principal que, por entonces, gozaba de esplendor”. “Era una Valencia decimonónica, entrañable”, asegura. Sólo nos quedan sombras.

Foto: KIKE TABERNER

De entre esas sombras refulge con una luz especial la historia de Vicente y Emilia, de García Valero y Vidal, un drama con tintes macabros que Solaz lleva recuperando durante este tiempo y que acaba de plasmar en su nuevo libro Nicho 1.501 (Rom Editors). Con el sucinto pero descriptivo subtítulo Teatro, amor y muerte, Solaz revive la pasión obsesiva que llevó a García Valero a una existencia errática en la que jamás pudo encontrar el amor, melodramática, marcada por la constante presencia de la Parca. Así lo apunta Albert Pitarch en el prólogo: fue un hombre que “amó la vida, (...) amó sus vidas, diferentes en apariencia (...) y las vivió con la muerte”. Una existencia, por si fuera poco, llena de incidentes insólitos. El propio García Valero escribió en sus memorias: “Nada hay tan inverosímil como la verdad”. Él lo sabía mejor que nadie. 

Foto: KIKE TABERNER

El drama en sentido estricto comenzó con la muerte de Emilia Vidal en los últimos meses de 1876, poco antes de cumplir 20 años. Entonces llevaban seis años juntos. Ella enfermó de calenturas tifoideas y falleció en poco tiempo. García Valero, que estaba comenzando a abrirse camino en Madrid como actor teatral, ni tan siquiera llegó a tiempo de estar con su amada en su lecho de muerte. Tras el óbito, él mismo enfermó. Tiempo después, ya sanado, descubrió que a su amada la habían enterrado en una fosa común. Si bien su padre era el director de la Orquesta del Teatro Principal, la situación económica de la familia no era muy boyante y no pudo costear un entierro individual. En un arrebato, García Valero se comprometió con la familia a comprar un nicho a perpetuidad para sepultar allí a su amada si le autorizaban a encargarse de sus restos. El padre de la fallecida accedió.

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El primer problema con el que se encontró fue que la legislación no permitía exhumar transcurrido tan poco desde el fallecimiento. Como quiera que el tiempo le apremiaba porque debía salir inexcusablemente de València, García Valero comenzó a buscar alternativas. Pronto encontró una solución: bastaba con sobornar al sacerdote de la parroquia de Santo Tomás, que era conocido por estos arreglos. La exhumación y el traslado de los restos de la finada se produjo el 8 de enero de 1877. Abrieron el féretro y, tras comprobar que el cadáver era el de su amada (“¡Parecía como dormida!”), García Valero pidió que la enterraran en el nicho que había comprado. El número de ese nicho, el 1.501, marcaría toda su vida. Y, como si no quisiera olvidarlo, encargó una gran fotografía del nicho que colgó en el comedor de su casa y le acompañaría hasta el final de sus días. ¿Qué haría por las noches ante la fotografía del nicho? ¿Le hablaría como si Emilia pudiera oírle?

Foto: KIKE TABERNER

García Valero continuó su carrera como actor en Madrid, donde destacó, paradójicamente, por su vis cómica. No perdió el contacto con la familia de Emilia y, con el tiempo, llegaría a casarse con una hermana, Ángela. Con ella tuvo una niña a la que llamó Emilia, invocando así el recuerdo de su amada. Pero como una broma amarga, la muerte volvió a golpearle y se llevó primero a su hija, cuando contaba cuatro años y medio, y después a su segunda mujer. Viudo, el actor y dramaturgo valenciano se sumergió en la vida bohemia de Madrid, coqueteó con la masonería y, finalmente, volvió a enamorarse. Lo hizo de Miss Zoe, una trapecista a la que describía como “una chiquilla sugestiva, despertadora de lascivias”. Pero se equivocaba. Ella resultó él. Para su sorpresa, su pretendida era un hombre travestido. Descubierto el engaño, Miss Zoe se rapó la cabeza y desapareció.

Foto: KIKE TABERNER

De nuevo solo, el actor acabó volviendo a la familia Vidal, y de nuevo acabó casándose con una hermana de Emilia, María Amparo, una reiteración con la familia que le lleva a Solaz a pensar que él buscaba en ellas el reflejo de su primer amor. “Se casaba con ellas, pero en realidad se casaba con sus hermanas”. ¿Qué pensaría esa joven cuándo estuviera en el comedor y viese la fotografía del nicho de su hermana? ¿Por qué aceptó esa situación? “Era otra época”, comenta lacónico Solaz. Porque García Valero jamás dejó de ocultar su obsesión por Emilia, hasta el punto que, estuviera donde estuviera, mandaba dinero para que el 1 de noviembre limpiaran el nicho 1.501.

Foto: KIKE TABERNER

El giro más afortunado llegó hacia el final de su vida. Tras pasar penurias económicas hasta el punto de no poder pagar por la limpieza del nicho, a García Valero le tocó la lotería. Por un impulso compró un décimo y éste fue agraciado con 600 pesetas. El número era el 1.501. Convertido en un actor del pasado, olvidado por el gran público, falleció en Madrid en 1927. El Almanaque de Las Provincias daba cuenta de su muerte con un epitafio demoledor: “Su época había pasado y era una sombra que cruzaba por los teatros”. Barrido por el tiempo, fue enterrado en Madrid, a más de 350 kilómetros de su amada, en una tumba en el cementerio de La Almudena que ha localizado este año Victor Manuel Cantero. Allí permanecen sus restos lejos de ella, la última burla de un cruel destino. Mientras, en València, en un nicho discreto y de difícil acceso, sigue enterrada su amada Emilia, tras una lápida que se está difuminando por el paso del tiempo, si bien aún se puede distinguir una leyenda: ‘en recuerdo de Vicente García Valero’. Una frase inocua pero que esconde tras de sí una pasión obsesiva y enfermiza, una de las historias de amor más trágicas de un barrio que ya no existe, pero tan poderosa que su memoria ha sobrevivido al discurrir de los años y a la desaparición de las calles que fueron testigo de todo.

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