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Aniversario de la apertura del campanario 

Tres toneladas de música: los campaneros de la Catedral de Valencia llevan sus toques a Elche

27/08/2017 - 

ELCHE. A media tarde, por fin el verano da un respiro. Llevaba reventando contra la piedra de la Basílica de Santa María de Elche cada cuarto de hora, más o menos. Antes de apretar las tuercas de la rutina (subir los 170 escalones hasta la sala de campanas, montar los cordajes, tensarlos, probar... y repetir la operación las veces que haga falta), un grupo de campaneros de la Catedral de Valencia hace parada en un restaurante de la zona. 

-"Allí arriba, luego hay que hacer mucho esfuerzo", comenta uno delante de un plato de arroz con costra. 

A mitad de camino, desde Valencia a Elche, ya se había entrado en materia con un almuerzo sin ficción en el etiquetado de vinos ni en la descripción de los platos. Por el tamaño de los bocadillos, la exigencia física va a ser brutal, parece. En Moixent, otro campanero de la Catedral se une al grupo e indica que las visitas guiadas al campanario del municipio durante la Semana Grande han tenido mucho éxito. 

Por las ventanas del campanario, a casi 40 metros del suelo, todo parece distinto y radiante y nada parece tan severo. Hasta llegar a la cúspide, las paredes guardan el testimonio grabado a punta de llave o a lápiz, como el margen de un cuaderno, de las cosas que han ido ocurriendo durante siglos. En 1871, Amadeo de Saboya visitó la villa, la hizo ciudad y aún le dio tiempo a subir y bajar del campanario siendo rey. Le duró poco más el cargo. El 5 de junio de 1939, Santiago y Pere electrificaron la sala para que tuviese luz. Y hace un año, alguien realizó una intervención poética que durará más que la relación ruidosa y nueva que proclamaba. 

Los campaneros de la Catedral de Valencia tienen su residencia en la Torre del Micalet. Allí, suben a tocar manualmente las campanas en todas las festividades del calendario litúrgico. Cuatro o cinco veces al año, también acuden invitados a otros templos para abrir un baúl de sonidos lleno de historias y de ecos que propagan bronces de siglos. El misterio de estas armonías tiene que ver con el apagón de un motor que hace que las campanas volteen a diario, de forma mecánica, sin respiración, que es lo mismo que decir sin gracia. La última vez que las campanas se voltearon a mano fue hace casi 15 años, cuando se restauró el conjunto y se sustituyeron los yugos de metal, tantas veces pintados que parecían untados en mermelada, por otros de madera. 

La tarde pesa en Elche. El silencio se espesa en la torre de Santa María y solo se cuartea con el murmullo de la calle y de la fuente de la plaza. La espera se consume con los preparativos del concierto que tendrá lugar pocas horas después. La perfección exige cumplimiento y los campaneros revisan las sujeciones de las campanas, el espacio para colocarse, la oscilación de los badajos

Aquí arriba, las horas se van desplegando en una extraña atmósfera de crujidos de madera, temblores de músculos y de paciencia. En cada gesto esforzado, hay una voluntad de sentido y de belleza. Pero eso llegará después. Estamos en los preparativos. Los cordajes se disponen en una sutil simetría, a medio metro del suelo irregular. Dan la apariencia de una alarma láser. Un toque es igual a otro toque. Y el de más tarde será muy parecido al de hace cientos de años. Ese es el tesoro que protegen las cuerdas y exhuman los campaneros en cada uno de sus actos. 

Una vez preparado el entramado de cuerdas (llamado encollat), que sirve para que todas las campanas tañan a la vez, el grupo se hace grande y llegan más campaneros. No hay carpetas con partituras para repartir. Esta lenta percusión se hace de memoria. Al reunirse para planificar los toques, arrejuntados en un lado de la sala, unas diminutas caras sobre las campanas parecen escuchar sin disimulo, pero dejando hacer, sin entrometerse. Las antiguas asas de las campanas, centinelas mudos, tienen mil formas: rostros, garras de dragón... y escapan de la velocidad de todo lo que ocurre fuera solo por callar. El tiempo entre estos gruesos muros tiene más que ver con las intensidades de la luz que con los pasos menudos de los segundos por la esfera de un reloj. 

Además de preservar el conocimiento que se tiene de los toques antiguos, los campaneros de la Catedral de Valencia cumplen con una extraordinaria labor de divulgación de este patrimonio sonoro. Por eso, mientras arriba se produzca un incierto estremecimiento frente al mundo ordinario, abajo, uno de los que se ha desplazado con el equipo, Norberto, explicará al público en qué consiste cada trallazo rítmico. 

Frente al centenar de personas congregadas en la plaza y el millar largo que asiste al concierto por internet, el campanero guía a la audiencia por un mapa de sonidos invisible. Se detiene en detalladas explicaciones, como fondeando un mar que escupe a la orilla de un manotazo a los pocos que se atreven a entrar. Suena el toque de ángelus (tres tañidos de la campana más grande de la torre, la María de la Asunción, que mira a poniente: 1.172 kilos), le siguen los clamores de difunto (un toque de estilo barroco); luego la dominica (toque medieval de cuaresma y de adviento), al que le siguen un coro y un volteo en el que se alternan las voces de las cuatro campanas de Santa María, de menor a mayor: la Ave María, de 238 kg; la María Bárbara, de unos 400 kg; el Ayuno, de 900 kg y la María de la Asunción, de 1.172. Todo concluye con un volteo general, un unánime raudal de tres toneladas que por momentos parece que vaya a hacer que la torre se separe y despegue. 

Se puede espiritualizar la experiencia o no. Lo cierto es que los decibelios crean una sensación de anegamiento de la estancia. Las campanas, en pleno volteo, parecen un molino de agua que cada vez que asoma añade líquido a un mar embotellado que crece hasta hacerse gigante.

Cuando todo acaba, la gente que hacía un momento mantenía fija la mirada en el campanario abandona la plaza. Con las campanas inmóviles, las cuerdas recogidas, el motor encendido para que al día siguiente el mecanismo vuelva a hacer sonar las campanas con frialdad, el zumbido todavía dura un rato. Mientras, los campaneros celebran con satisfacción el concierto. Ellos siguen estabulados en un llano azul que va desapareciendo, un hermoso llano azul para una noche cerrada que a esas horas está ya demasiado vacía y adormilada para el resto. Antes de bajar de la torre, por una de las estrechas ventanas se puede ver una estampa de país de más abajo. Las palmeras, alineadas por debajo de una ligera bruma húmeda, como una flota.

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