¿Qué sería de nosotros sin Benidorm? ¿Adónde iríamos en Navidades? Ni Baqueira Beret ni Londres. Benidorm, siempre Benidorm. La capital de la Costa Blanca, con su oferta de sol, playa y ocio, conserva el tirón entre las clases populares de media Europa. Si queréis felicidad a buen precio, id a Benidorm
No he sido precoz en nada, tampoco en descubrir Benidorm. Bien entrado en la veintena, la emisora de los obispos me mandó cubrir una rueda de prensa de un alcalde desconocido. Se llamaba Eduardo Zaplana. Decían que había militado en las juventudes de UCD. En una terraza junto a la playa de Levante, el tal Zaplana presentó una edición del festival de Benidorm. El certamen luchaba inútilmente contra el olvido. Ahora ha cumplido sesenta años. Una muestra con visitas guiadas lo recuerda.
Después de aquella rueda de prensa, celebrada en los noventa, mis padres decidieron pasar los inviernos en Benidorm, primero en un apartamento alquilado en Los Gemelos y luego en una vivienda propia. Así comencé a vivir las Navidades en esta ciudad. Esta costumbre se ha mantenido hasta hoy. No he faltado un solo año a la cita. Unos se van a Baqueira Beret, y otros optamos por Benidorm. Es una cuestión de clase.
Benidorm ya no es lo que era; nosotros tampoco lo somos. No ha tenido demasiada suerte con sus alcaldes, con la excepción de don Pedro Zaragoza Orts, un franquista con encanto. Si estos días paseamos por la plaza Triangular y la avenida del Mediterráneo, Benidorm se asemeja al Beirut de la guerra civil, a punto de ser bombardeado por las milicias de Hezbolá. La zona está en obras. Es fácil tropezar y romperse la crisma, o con suerte ser atropellado por uno de los miles de carritos eléctricos que son conducidos por jubilados amantes de la velocidad.
Benidorm mantiene el encanto entre las clases populares de media Europa. Su tirón sigue intacto entre las barrigas pro-Brexit que cervecean en algún pub de la calle Gerona y aledaños. Carne fofa y blanquecina, herencia suburbial del Imperio británico, que bebe y bebe pintas a 1,50 euros en locales como Silver City, Beer Garden, The Real Lion, Rocky’s y Andy’s. Las estatuas de los Beatles recuerdan a los españoles que estamos en Little Britain, donde el castellano es tan exótico como en un pueblo de Gerona. Huele a huevos fritos y a beicon.
A mí me gusta pasear por Little Britain pero mucho más por el casco antiguo de la ciudad. Subir por la calle Mayor hasta llegar a la hermosa iglesia de San Jaime y Santa Ana, echar unas monedas en el cepillo, asomarse al Balcón del Mediterráneo y bajar luego a tomar unos vinos en un bar vasco o navarro compartiendo barra con el patxi de turno. La vejez cantábrica suele acudir a estos bares a empinar el codo, dicho sin ánimo de ofender, y a hacerse unos selfis para que sus parientes de Portugalete sepan que lo están pasando muy bien en España.
¿Y qué me decís de la calle del Coño, sobrenombre coloquial del paseo de la Carretera, que conecta la plaza de la Cruz con la playa de Poniente? Raro es no tropezar con algún conocido de Albacete o Cuenca que ha venido a pasar la Nochevieja con la familia. La calle del Coño es una de las vías más populares del país, escaparate de relojerías, zapaterías, mendigos mancos, tiendas de chucherías y bisuterías.
"En Benidorm las barrigas pro-Brexit cervecean en pubs de la calle Gerona. Esta carne fofa y blanquecina, herencia suburbial del Imperio británico, bebe pintas a 1,50 euros"
He vuelto a pasear por esta calle y, como me estoy haciendo mayor, me he agobiado con tanto trajín. Sonaba un villancico en inglés que no entendía. En casi ningún comercio había un belén que recordase el sentido original de la Navidad, todo lo más alguna dependienta con un gorro de Papa Noel, un personaje ciertamente despreciable y que no resiste comparación con los tres magos de Oriente.
En Benidorm aún se ven niños, por raro que parezca. Responden a los nombres de Nerea y Aarón. Antes se llamaban Carmen y Santiago. También en esto hemos cambiado.
Al pasear por la ciudad echo de menos un comercio de más calidad. Lo había cuando llegué por primera vez. Ahora quedan excepciones. La mayor parte del comercio, al igual que los salones de masajes, está en manos de amarillos. Parece ser el signo de los tiempos: Occidente está perdiendo el pulso con Oriente.
Bajo por la avenida Martínez Alejos y en la playa de Levante asisto a una escena recurrente. Dos mujeres, una reportera y una cámara (deben de ser empleadas de la televisión de la señora Calvo en la que los hombres son una rareza) graban unas imágenes de bañistas tomando el sol el día de Navidad. El reportaje de siempre.
Paso por delante de locales de ocio nocturno en los que me apunté discretos triunfos con el sexo opuesto. KM y Penélope me recuerdan que alguna vez fui joven. Acelero el paso para que el cuervo de la melancolía no se ensañe conmigo. Estoy cansado de andar y escribir. Creo que me merezco una cerveza en un pub con música en directo. Dudo entre Heartbreak y Daytona Rock. Me inclino por el segundo. Suena Satisfaction de los Stones.
Con la ayuda de mi pinta San Miguel y en compañía de barbudos que bien podrían ser ángeles del infierno, sigo haciendo memoria. Recuerdo caras sin nombre, lugares que ya no existen en el rincón de Loix. Me acuerdo de Otto de Habsburgo, que impartió una conferencia en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen. Pocos personajes me han impresionado tanto como aquel caballero atildado, elegante y con bigotito, descendiente de la familia real austro-húngara.
En unas horas pasaré la Nochebuena con mis padres, como hace veinte años, como hace diez, como hace cinco. Disfruto de esta situación porque no sé cuánto tiempo estaremos juntos. Tengo una premonición pero me da miedo expresarla. Mejor acudo mañana a la misa de Navidad y me pongo a buenas con Dios, y le pido otra prórroga para mis padres y para mí. Me la concederá porque en el fondo no soy tan mala persona. Además, siempre compro la lotería de la parroquia.