Termino el mes como empezó, honrando a los muertos. Recordando la vieja estampa familiar de los vivos no presentes. Dándole la vuelta al calendario. Pasando página. Sepultando el viernes negro. Desde hace un tiempo, November Rain, no solo pertenece a un mito musical, es un mes febrilmente monitorizado por el flash de unas hechizadas ofertas. El mes adelgaza en el almanaque. Enterrado y aquejado bajo un sistemático recetario de ofertas digitales, pasamos de un permanente viernes negro, a un diciembre rojo recibiendo al mes de enero en números rojos. He viajado por obligación al Museo del Silencio, parada rápida de obligado estacionamiento. Reconozco que he dejado de visitar por cansancio el Cementerio General. Me he pasado algún tiempo hablando en primera persona con mi padre, versión masculina de un posible guion para un largometraje del cineasta español Pedro Almodóvar. En pie, son las seis de la mañana, debo acudir a la cita express con mis moribundos abuelos. Exhumarles del nicho con el fin de darles una nueva sepultura junto a los restos mortales que yacen de mi padre.
Me acompañan dos de mis hermanos a la cita fúnebre. Nos recibe en la recepción de entrada al Cementerio el responsable administrativo que lleva el expediente familiar. Educado, de finos modales, con un parpadeante lenguaje de recién amanecido, con el café, la leche y la cuchara en la garganta nos indica que reposemos la corta espera del despertado sueño en unos apretados asientos ¡enseguida vendrá el compañero qué les cortejará hasta al nicho actuando de oficio en el traslado de sus familiares! La muerte por desgracia es un negocio más. En el recorrido por unas calles sepultadas de mármol blanquinegro, el recinto es un jardín fúnebre, vibra un silencio de bellos signos arquitectónicos, habitando un rico patrimonio funerario representado por la belleza de las manos de ilustres escultores como Mariano Benlliure, José Arnal, entre otros. Solo superado por el despertar de la batucada del algún espontáneo aeroplano que rasca las alturas circulando las nubes con el fin de aterrizar en Manises.
Le indico al sepulturero a modo de sugerencia que sería más fácil abandonar el orden numérico de las placas indicadoras, sustituyéndolo por otro vocablo más acorde a las silabas, con el fin de orientarnos mejor en la búsqueda de nuestros familiares perdidos en las calles de ésta vallada mortuoria. Hablamos durante el trayecto, cavado en un continuo tuteo de apenas diez minutos de conversación sobre las normas vigentes del fossar británico, árabe y hebreo, con costumbres diferentes a las nuestras en soterrar a sus difuntos. El trabajador se muestra sincero adentrándose en las condiciones laborales de su oficio. Le cuento la historia del trabajo a realizar, está al tanto. Al fallecer mi padre (2004) le dimos sepultura en una tumba que moraba una tía abuela, decidiendo en aquel momento agruparla junto a los restos de mis abuelos, liberando así a mi padre. Quince años después en el padrón municipal de los no presentes de junio del 2019 no aparecía el titular de mi tía., nos temíamos lo peor.
Los dos trabajadores al descubrir la lápida nos advierten de la presencia de un tercer sudario. Mi tía está en cuerpo presente. En las viejas escrituras municipales no había rastro de ella. Son muy estrictos en sus quehaceres diarios, en la orden de trabajo solo aparece la manipulación de dos oficios. Hemos abonado la tasa de dos, no de tres. Ante tal sorpresa, el sepulturero telefonea al encargado para intentar dar con una rápida solución. El nicho debe liberarse esa misma mañana. La espera es corta, apareciendo velozmente el encargado conduciendo un buggy adaptado al código de circulación establecido en la ciudad del duelo. Al llegar, explicamos lo sucedido, matizando que la funeraria fue la encargada de dicha empresa. Nosotros no estuvimos presentes. El trabajo obviamente se realizó por la presencia de los restos pero no quedó tutelado. El encargado se aparta de nosotros realizando una consulta telefónica, en un abrir y cerrar de ojos da carpetazo al asunto, los tres cuerpos deben ir juntos al de mi padre.
A efectos registrales, el cuerpo de Isabel de la Torre no salió nunca del primer nicho. Debía regresar a él, sin pasar por el cepillo de las arcas, eximiéndonos del abono de la tercera tasa. Finalizada la múltiple exhumación acudimos a unas oficinas externas a recoger los documentos expedidos con la fecha de la próxima renovación. Nos recibe un alto funcionario municipal al borde de la jubilación, de finos ademanes, la vejez muestra sus alicatados cabellos un tono blanquecino. El despacho ajeno a la vida digital está ambientado de estanterías repletas de carpetas rotuladas de la A a la Z. Las paredes decoradas de recordatorios, estampas de santos y viejos collages de políticos prensados por la corrupción de una etapa deshonesta a la valenciana. El funcionario nos aborda con la saliva en la lengua preguntándonos si venimos a certificar el expediente de Amelia de la Torre. En efecto, muy cinéfilo, culto él hombre, afirma con vehemencia, ésta señora fue una importante actriz de cine que trabajó a las órdenes del director valenciano Luis García Berlanga, por cierto, enterrado en Pozuelo de Alarcón. Ante gigantesca afirmación, le respondo, lleva su mismo nombre señor, pero ejerció de maestra nacional en Cangas de Morrazo. El alma de Berlanga, esencia del humor contra el mal humor sigue vigente hasta en el aire que se respira por los pasillos del Cementerio General.