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religión

Un convento centenario entre pubs y restaurantes

Seis franciscanos habitan el convento de Nuestra Señora de los Ángeles, muy próximo al mercado de Ruzafa, ajenos, o eso intentan, al bullicio del barrio y a los jóvenes que se sientan en las escaleras de la iglesia para escuchar trap, fumar porros y hacer piruetas con el skate 

| 23/01/2022 | 10 min, 26 seg

VALÈNCIA.- En Ruzafa casi siempre hay bullicio. Las mañanas del mercado y las del mercadillo de los lunes. Las tardes en las terrazas de bote en bote. Las noches en los pubs variopintos. Pero en mitad del barrio, hay un edificio que ocupa media manzana que casi nadie sabe qué es exactamente. Y detrás de esas paredes de ladrillo visto, al final de las escaleras de la iglesia donde los jóvenes se reúnen a beber latas de cerveza, a fumar hachís y a hacer piruetas con la tabla de skate, viven seis franciscanos que han acabado por aceptar que aquel es un lugar que tiene esa particularidad. «La gente se sorprende al ver que aquí hay unos frailes. Pero la casa está mucho antes de que llegara la modernidad o la moda al barrio. Algunas veces sí que nos molesta que lleguen los jóvenes y se sienten en las escaleras de la iglesia, pero ahí nos toca ejercer la proverbial paciencia franciscana. Lo que peor me sabe es que nos hagan pintadas. Hace unos días tuve que quitar una a base de mucho frotar. Eso es lo que peor me sienta», advierte Juan Martí, que es el guardián del muy discreto convento de Nuestra Señora de los Ángeles.

El guardián del convento no es un tipo que vigila desde lo alto de una almena con una ballesta en las manos. El guardián es algo así como el prior de los franciscanos y, en realidad, es un hombretón de Ontinyent que habla en valenciano y que acaba perdiendo su paciencia franciscana cuando el fotógrafo le dice que vuelva a posar.

En el centro del edificio hay un bonito patio lleno de plantas, un enorme ciprés y, en medio, una pequeña figura de san Francisco de Asís sobre un pedestal que se eleva dentro de una fuente de la que brotan cuatro chorros de agua. Y la fuente llena el patio de un sonido casi zen que, de paso, aísla el convento del ruido del tráfico que circula por las calles Pintor Salvador Abril y Músico Padilla. 

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El convento es antiquísimo. Y durante cuatro siglos estuvo habitado por las monjas clarisas. Lo fundó el arzobispo Martín López de Ontiveros en 1661 y el 2 de agosto, de madrugada, trasladaron a las monjas mientras la ciudad dormía. Bajaron del coche de caballos y entraron en la clausura por la puerta de la iglesia. Allí estuvieron las monjas de esta orden hasta 2005. «Ya eran solo cuatro o cinco monjitas y ese año decidieron irse a otro convento porque este ya era demasiado para ellas», explica Martí sin caer, quizá, en que ellos ahora son seis en ese edificio de dos alturas y muchos metros cuadrados que se antoja desproporcionado.

Viajes a Tierra Santa

Los monjes llevan desde 2007, cuando el Arzobispado les ofreció el convento para que dejaran el de Sant Llorenç. «Nuestra función allí era más sacramental, de predicación, cuando éramos muchos frailes, pero poco a poco fue reduciéndose el número de miembros de la orden y ya nos vinimos aquí», explica nuestro guía.

El guardián es uno de los más jóvenes. Cuatro de ellos tienen más de 70 años y él y un compañero están entre los 55 y los 65. «Y, mientras podamos, seguiremos aquí», explica Martí antes de mostrar qué hay allí dentro. En la planta baja, nada más pasar el recibidor, hay una sala dedicada a los viajes a Tierra Santa. El último que hicieron fue antes de la pandemia, en diciembre de 2019. Juan Martí ha estado tres veces y cuenta con orgullo que un año llevaron una réplica del Santo Cáliz que ahora está en Tierra Santa.

El convento es antiquísimo. Y durante cuatro siglos estuvo habitado por las monjas clarisas. Lo fundó el arzobispo Martín López de Ontiveros en 1661

El ‘jefe’ del convento convive con otros cinco frailes: Juan Alberto Carmona, Sebastián López, José Antonio Jordá, Bernardino Ayala y José Vicente Castells. Y asegura que ellos no tienen un prior, que él solo es el coordinador y que son de una orden donde todos cuidan de todos. Aunque luego cuenta que por encima de él solo tiene al ministro general. 

Juan Martí era el hijo de un miembro de la orden franciscana seglar —fuera del clero— y de pequeño estaba de monaguillo en la iglesia de Sant Francesc, en Ontinyent, su pueblo. Cuando estaba en 5º de EGB (ahora 5º de Primaria) fue un fraile al colegio a invitarles a ir al seminario. «Y yo me presenté», recuerda el franciscano. «Al año siguiente, con doce años, estaba en el seminario de Benissa, donde pasé tres años; luego estuve en Pego, e iba viviendo en el seminario. No era una vida demasiado religiosa, era una vida más bien normal, de joven, de estudiar. Pero me gustó y continué, y creo que Dios me llamó a vivir del carisma franciscano, que es el que conocí. Poco a poco fui madurando esa fe y esa creencia, y aquí estoy».

Cada fraile tiene su cometido dentro y fuera del convento. «Uno se dedica mucho a la historia, especialmente de la Comunitat Valenciana; otro se dedica a hacer publicidad franciscana por internet, y desde aquí llevamos también el colegio que tenemos en Carcaixent. Y también se atienden capellanías de monjas y atendemos a las monjas de la Puritat. Hasta hace dos años también cuidábamos de las monjas capuchinas y de una comunidad de la Sagrada Familia de Burdeos, que está en Terramelar. También dábamos clases de franciscanismo abiertas a toda la gente, atendemos la fraternidad de la orden franciscana secular de Sant Llorenç de València, y esas son nuestras tareas», cuenta. Aunque da la sensación de que el coronavirus ha entorpecido todas sus funciones y que les sobra convento por todas partes.

Cada vez son menos

En 2013 eran diez miembros en la fraternidad, pero ya solo ocupan seis de las quince habitaciones que hay en el edificio. Unas dependencias muy austeras que tienen en la puerta el nombre de un santo o un beato. Cada día se levantan a las siete de la mañana —alguno antes— y media hora después rezan los laudes en la capilla. A las ocho ofician la misa en la iglesia y otras en diferentes capellanías. Cuando acaban, almuerzan y cada uno se entrega a su cometido. A la una y media se reencuentran en la comida. Antes tenían a un fraile que cocinaba, pero quedan tan pocos que han tenido que contratar a una cocinera para que les dé de comer. Después descansan y a las cuatro vuelven a sus quehaceres. A las siete y media vuelven a congregarse para tener la oración mental en la capilla, y a las ocho rezan les vespres. A las 20:30 horas cenan y después suelen tener un rato de convivencia en el que se cuentan sus cosas o ven la televisión un rato antes de irse a dormir.

La iglesia es una de las más desconocidas de València. Es bonita. A un lado, sobre un crucero de madera, los feligreses han ido colocando espontáneamente mascarillas con el nombre de algún conocido fallecido por la covid. Hay doce mascarillas. A los pies del altar hay un par de lápidas. Allí están las cenizas de las monjas clarisas que vivieron allí hasta 1936. También descansa allí, por deseo propio, el arzobispo fundador. Hay un órgano con el que a veces practica un organista.

Y en un lateral del altar, tras unas gruesas cortinas, está la capilla. Lo primero que llama la atención es que está muy caldeada. Juan señala un par de radiadores. En el techo están san Valero y san Vicente Mártir, y en las paredes hay varias imágenes. «Las monjas solían tener algún santet en las habitaciones y ahora los hemos reubicado en la capilla», comenta el guardián. La capilla está presidida por el Cristo de san Damián, crucial para los franciscanos, pues fue quien le dijo a san Francisco de Asís que arreglara su casa.

«Sobre un crucero de madera, los feligreses han ido colocando mascarillas con el nombre de algún conocido fallecido por la covid»

En una sala, ya fuera de la capilla, hay colgado un cuadro con un plano de la plaza de San Francisco —la actual plaza del Ayuntamiento—, donde estaba antiguamente el convento que construyeron los franciscanos gracias a los terrenos que el rey Jaime I les otorgó en el siglo XIII. Juan Martí cuenta con un puntito de orgullo que era más grande que el ayuntamiento, que ocupaba gran parte de la plaza y que la casa consistorial aún conserva una reja con el escudo franciscano.

Arriba, en cada una de las dos plantas, hay una biblioteca. Que nadie se imagine la de El nombre de la rosa, pues son mucho más humildes. Al fondo de la primera está el acceso al coro alto, que se asoma a la iglesia y que, pese a que está en desuso, permanece forrado de azulejos de cerámica antiquísimos. Por el pasillo aparecen un par de frailes de pocas palabras. Saludan y se van. No parece que les gusten los extraños. Y vayas por donde vayas, pases por donde pases, hay imágenes por todas partes.

Casi ninguno lleva puesto el hábito, que sigue siendo marrón pero que, todo evoluciona, ya no está hecho de una burda tela de saco, ni de lana gris como el de san Francisco. «Ahora son mejores y hasta nos permiten tener dos: uno para el invierno y otro más ligerito para el verano», señala Juan Martí, que camina sobre unas sandalias poco tradicionales sin calcetines en pleno mes de diciembre. El hábito, eso sí, sigue siendo una túnica larga y humilde con una capucha —«es nuestro paraguas», dice Martí— y un cordón blanco con tres nudos. Uno por cada voto: pobreza, castidad y obediencia.

Pero todo ha cambiado a lo largo de los siglos. Poco queda ya de aquel convento extramuros que habitaron las religiosas que profesaban la primera Regla de Santa Clara, como quiso Martín López de Ontiveros. El edificio, de hecho, fue reconstruido tras al desastre de la Guerra Civil con un proyecto diseñado en 1941 por el arquitecto Salvador Pascual Gimeno.

La ruta por el convento de Nuestra Señora de los Ángeles ha acabado de regreso al patio, donde, dice Juan Martí, había un segundo ciprés que ya no está porque se cayó. El edificio parece totalmente impermeable al barrio pero de vez en cuando abre sus puertas después de que algunos vecinos les pidan una sala para celebrar una reunión o un evento, como puede ser la presentación de una fallera mayor. La vida, mientras, sigue tranquila en la calle Músico Padilla, con la tienda de lanas, la papelería, el ultramarinos, un negocio de orfebrería valenciana y una extraña cervecería con marcas de importación donde nunca hay nadie. Todo lo contrario que en la terraza, de las más cotizadas, de los 100 Montaditos, en la placeta de enfrente, donde los jóvenes comen y beben cerveza nacional al lado de las escaleras de la iglesia donde unos chavales escuchan trap en un pequeño altavoz, ajenos a la vida de seis frailes franciscanos que llevan allí dentro desde 2007. 

* Este artículo se publicó originalmente en el número 87 (enero 2022) de la revista Plaza

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