Un documentalista ruso, Vitaly Mansky, tras dos años de negociaciones logró que el gobierno norcoreano accediera a permitirle grabar un reportaje sobre el día a día en el país de Kim Jong-Un. Enviados del partido le escribieron el guión y decidieron los actores y las localizaciones, lo que no esperaban es que lo grabase todo, absolutamente todo
Quien esto escribe tuvo la ocasión el verano pasado de hacer una cola para enseñar los pasaportes en China junto a una delegación de ciudadanos de Corea del Norte. Podían ser empresarios, diplomáticos o jugadores de billar, no lo sé, pero iban todos en grupo con sus respectivas insignias del partido o de Kim Il-sung o de Kim Jong-il.
Al margen de que vestían de forma muy sencilla y de que un par iban en sandalias, se me quedó grabada la prestancia con la que nos miraban. No sé qué nivel de cinismo ideológico tendrían esos señores, si eran de un alto o bajo nivel, pero sí que se sentía el desprecio que sentían por perros capitalistas como nosotros, prácticamente los únicos occidentales en el lugar.
Sin embargo, hace unos años, el periodista internacional Rafael Poch contó en una entrevista en Jot Down que Corea del Norte no se corresponde tan fielmente a los estereotipos que se divulgan sobre ella como pensamos. Explicó que había ricos, por ejemplo. Una nomenklatura, una burguesía roja, que manejaba mucho dinero porque mucha producción de Corea del Sur está deslocalizada en el norte. Y también gente normal, aunque parezca una perogrullada. Pero se refería a personas que no estaban todo el día emocionados gritando en desfiles, sino haciendo su vida bajo unas condiciones muy duras, encima teniendo que cumplir con el estado en serviles pantomimas varias y trabajos comunitarios.
Por todo esto, un documental rodado por un ruso en Corea del Norte y basado en el día a día en Pyongyang, cobraba un interés especial. No sería la típica incursión periodística guiada que ya hemos visto en televisión, normalmente con Alejandro Cao de Benós como protagonista del show, decenas de veces.
Este documental, Under the sun, definitivamente tiene otro estilo. Es más cinematográfico, cada plano está cuidado, rezuma buen gusto. Y solo con las imágenes de las calles, los viandantes y los edificios ya conseguimos ver más de lo que jamás hemos podido imaginar de este país.
Comienza con todo hijo de vecino haciendo ejercicios antes de entrar a trabajar. Hasta un guardia solitario en una esquina hace sus flexiones. Luego vemos a los niños en el colegio, pulcros, uniformados y con la insignia del partido, recibir una clase sobre el sota, caballo y rey del régimen. Los terratenientes por aquí, los japoneses por allá y los traidores del sur y Estados Unidos para rematar.
Después, la niña protagonista de la clase va a comer con su familia. Sentados en un apartamento bastante majo y muy bien decorado, parecen una familia de anuncio y sin entender ni papa de norcoreano se puede sentir la dentera típica que se experimenta al ver un spot televisivo de mantequilla, por ejemplo, con entrañables diálogos padre-hijo.
La conversación gira en torno a la alimentación. El padre le cuenta a la cría que en el plato tiene comida tradicional, que tiene no sé cuántos nutrientes y que tiene que comer no sé cuántos gramos diarios para bla, bla, bla. A lo que ella responde: "y para evitar el cáncer". Todos se ríen y el padre sentencia: "Sabes tantas cosas porque estás todo el día leyendo libros".
La cosa se ve forzada, pero cuando asoman la cabeza después de la toma dos miembros del partido que están escondidos en el salón controlando la performance todo toma otro cariz. Cada palabra está ensayada al detalle, como en una obra de teatro. Les piden más naturalidad y les hacen apreciaciones hasta de la magnitud de las carcajadas.
Más adelante es el turno de unas trabajadoras. Escuchamos una arenga en la fábrica... todo se ve que es bastante falso, pero para colmo aparecen los ensayos de cada escena. Los actores, o ciudadanos norcoreanos mismos, quien sabe, son tratados como marionetas. Uno se pregunta qué lumbreras del régimen pensaría que esas intervenciones en las que una capataz anuncia que se han superado las cuotas de producción previstas por el gobierno en un 150% resultarían creíbles para los espectadores mayores de edad que fuesen a ver la película. Aunque de todo hay en la viña del señor.
El interés del director por el totalitarismo viene de largo, él mismo nació en la URSS en 1963, aunque desde esa fecha hasta su desaparición, la Unión Soviética poco tenía que ver con la Corea del Norte actual. Mansky estuvo dos años negociando para que las autoridades norcoreanas le permitieran filmar el día a día de su país. Aceptaron, pero con control total sobre el guión, las localizaciones y todo cuanto ocurriera en el film.
Cada día le revisaron el material rodado y en ningún momento le dejaron libertad para grabar a su aire absolutamente nada. Ni siquiera con los actores o ciudadanos dentro del salón de un apartamento.
Sin embargo, los supervisores desconocían cómo era su cámara y que tenía dos tarjetas de memoria. Ni tampoco eran conscientes de que, aunque no se encendiera el piloto, podía grabar. De esta manera, registró todas las "tomas falsas" y los ensayos entre una y otra con las debidas instrucciones que le daban a cada personaje.
No fue fácil. Lo pasó mal psicológicamente porque llevaba gente joven con él y si se daban cuenta de lo que estaban haciendo podía pasarles algo y él ser el responsable. Tuvieron que hablar en clave todos esos días, refiriéndose a la tarjeta de memoria escondida como "los calcetines" e ir cada día "lavando los calcetines", es decir, volcando ahí todo el material.
Al final han quedado escenas realmente entrañables. Como la de los niños durmiéndose mientras un veterano de guerra lleno de condecoraciones les cuenta cómo se cepillaba aviones americanos en la guerra. Otras son hipnóticas y duras, como los de Zin-mi, la niña protagonista, cayéndosele las lágrimas mientras aprende ejercicios de danza. Las imágenes de adultos haciendo coreografías, vistas con el zoom en cada uno de ellos, también son un tanto desalentadoras. Se ve a muchos también cansados, por decirlo de algún modo suave.
En una de estas coreografías, la protagonista se hace daño en un codo, supuestamente, y la llevan a un hospital donde se muestra alta tecnología para hacer el diagnóstico. Un poco de propaganda. El contraste lo ponen niños grabados furtivamente buscando papel en los cubos de basura de la calle, ciudadanos empujando un autobús... Sin locución, sin pronunciar una sola palabra, solo con unos minutos de material extra grabado metido en la película, Under the sun es uno de los retratos de Corea del Norte más incisivos y a la vez más elegantes que jamás se hayan hecho.
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