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el esperanto

Un idioma en peligro de extinción 

| 12/02/2022 | 13 min, 50 seg

VALÈNCIA.- La sede de la asociación del esperanto en València está patas arriba. Tiene un aspecto sesentero y para llegar hasta allí has de subir cuatro pisos, andando por una escalera con las paredes desconchadas y llena de parches de pintura. Aquel es un edificio decadente plantado en medio de Peris y Valero, una de esas avenidas donde siempre hay coches escupiendo humo. Al llegar y entrar, después de darte de frente con un retrato, casi de corte soviético, de Luis Lázaro Zamenhof —el padre de este idioma que pretendía revolucionar el mundo y que cuenta con una calle de tres o cuatro manzanas en València, muy cerca del río­—, topas con un piso lleno de objetos extraños.

Raúl Salinas espera dentro. Raúl es un hombre amable al que se le ve sufrir porque el local está en obras y no está presentable, pero, muy educado, deja que la fotógrafa meta su lente por todas partes, oponiendo únicamente una frágil resistencia. El presidente del Centro de Esperanto piensa que es el precio que tienen que pagar para que se dé a conocer una lengua que agoniza en València y en España. Porque el doctor Zamenhof lo inventó en 1887 con la idea de aportar al mundo un idioma que no fuera de nadie, un idioma que no tuviera dueño y que, por eso, todos los pueblos lo abrazaran y lo hicieran propio. Y así lograr que el mundo pudiera comunicarse libremente con independencia de cuál fuera tu procedencia o tu destino.

Y no arrancó mal. Porque la idea, cargada de romanticismo, se asoció, en una etapa especialmente convulsa de guerras mundiales, como una invitación a la paz y la concordia entre las naciones. Pero no cuajó, y hoy es un recuerdo residual que unos pocos amantes de los idiomas y de lo diferente han evitado que se extinga.

Raúl llegó al esperanto en 1995. Una revista de informática —él es programador— regalaba un CD, que era algo nuevo, y como cabía tanta información —entonces la información se trasladaba en disquetes— incluyeron un curso de la Federación Andaluza de Esperanto. «Era simple y lo hice», recuerda antes de matizar que a él le gustan y se le dan bien los idiomas. «Y además era adolescente y me cautivó esa idea tan utópica e idealista».

Dos años después, en 1997, Raúl encontró, a través de un chat, a un ruso que le descubrió que había un centro de esperanto en la gran vía Fernando el Católico. Cuando encontró un buen trabajo y empezó a ganar dinero, Raúl comenzó a apuntarse a los congresos de esperanto que se organizaban por Europa y sus viajes siempre iban en busca de más conocimiento y gente que comprendiera su fascinación por esta lengua en peligro de extinción. Allí encontraba, al fin, gente joven con la que divertirse y echarse unas risas en un idioma que muy pocos dominan.

Pero luego volvía a València, o Valencio, con el acento en la i, que es como se dice en esperanto, y topaba de nuevo con la realidad: sexagenarios y septuagenarios con otro ánimo y otros intereses. «Ahí me desanimé un poco y lo dejé medio de lado». Cada vez que moría un compañero esperantista, la comunidad mermaba. Siempre menguando. Porque la gente joven no estaba, ni está, interesada. Y ahora, revisando las actas de hace un par de décadas, ve las cuentas y descubre que sobraban seis mil euros a final de año. Es decir, que eran muchos más que ahora.

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A Raúl le gusta seguir el rastro del esperanto en València. Así averiguó que Vicente González Lizondo, histórico líder del regionalismo valenciano de los noventa, resultó providencial en su comunidad. «Fue un golpe de gracia», rememora Raúl Salinas. «Parece ser que tenía un familiar esperantista, se enterneció y nos regaló la cuota, digamos, de un pago de tres millones de pesetas. Lo metieron en el banco y, como en aquella época sí que rentaba y había un tesorero catalán que gestionaba muy bien los fondos, decidieron que lo mejor era comprar un inmueble. Fue entonces cuando nos hicimos con este piso. Que ahora se ve muy cutre pero fue una oportunidad. Aunque estamos intentando reformarlo, porque hay filtraciones y no sé qué. Además, habría que tirar hasta los muebles porque huelen raro». 

La obsesión de la desaparición

Raúl se hizo con la presidencia del centro en 2019. Hay cuarenta y cinco socios que pagan la cuota cada año y le quita el sueño la edad de muchos de ellos. Ya hace tiempo que convive con la obsesión de la desaparición del centro y, casi de inmediato, de los ‘esperantohablantes’ de València. Es ya solo un capricho para románticos, que no se conforman con hablar el inglés que ha ido colonizando el planeta.

El presidente del centro abre el abanico de los idiomas y, con más soltura o menos, habla castellano, valenciano, esperanto, inglés, alemán —estuvo cinco años en la Escuela Oficial de Idiomas y otro lustro en Alemania—, francés, que comenzó a dominar en el instituto, italiano, portugués con Duolingo —una plataforma de aprendizaje de lenguas con trescientos millones de usuarios—, latín y ahora se ha enfrascado en aprender el ruso en la escuela de idiomas. Está claro que es un hombre con un don para los idiomas.

El local es realmente extraño y tiene un punto kitsch. Allí dentro hay objetos antiquísimos y montones de libros llenándose de polvo porque ya nadie los abre. En un cuarto, una especie de aula, hay apiladas unas cuantas sillas que parecen sacadas de los libros de Antoñita la fantástica. La casa entera es, en realidad, un enorme baúl donde los socios han ido dejando recuerdos absurdos de sus viajes y sus encuentros esperantistas. Como esos medallones que hay en una estantería. O los banderines, de la época en la que era común regalar un banderín. Fotos en blanco y negro, retratos de Zamenhof, postales de las Torres de Serranos que ya empiezan a amarillear y la biblioteca de los libros olvidados.

También, por diferentes rincones, te vas encontrando banderas esperantistas, que son verdes con un recuadro blanco que incluye una estrella verde con cinco puntas. «Es la estrella del esperanto, un símbolo», apunta Raúl, quien explica, como dando a entender que él no forma parte de ellos, que hay gente que tiene a Zamenhof como un dios. «Es casi como una religión. Pero yo no», se limita a añadir.

El cuadro principal del hombre que creó este idioma, el que hay a la entrada, lo van moviendo de una pared a otra. Raúl dice que le incomoda porque siente que le mira fijamente, y entre él y una amiga decidieron que lo mejor era convertirlo en un objeto itinerante. «La verdad es que yo estoy más tranquilo así, porque nos miraba mal. Lo que hacemos cuando hay algún evento es que lo intercambiamos. Creo que tiene bastantes años, pero no lo sé».

Foto: MARGA FERRER

Este esperantista dice que hubo más hombres importantes, al margen del doctor Zamenhof, que era judío y está enterrado en Viena, y, como experto en el tema —él es quien se dedica a actualizar la Wikipedia—, cuenta que hay otra calle en València dedicada a uno de los suyos, la calle Esperantista Hernández Lahuerta, en realidad un callejón, mucho menos amplia que la de Zamenhof. Esta se encuentra cerca del Hipecor. «No la conoce nadie, porque es cortísima y no va a ningún sitio. Pero está dedicada a un hombre que se lo curró muchísimo», explica para poner en valor a este ciudadano desconocido. 

Raúl aprovecha el recuerdo a Hernández Lahuerta para contar que era un rojo y que, históricamente, se ha relacionado a los esperantistas con el comunismo y hasta con el anarquismo. «Es la idea de que se junten las clases sociales más allá de las naciones, y, claro, el esperanto arraiga muy bien ahí. Porque puedes estar hablando con otro análogo tuyo de otro país sin diferencias. Esa es la teoría, luego en la práctica ya…».

Fácil de aprender

Este informático experto en idiomas no tiene muy claro comparar la dificultad entre diferentes lenguas. Tiene claro que el alemán es más difícil que el inglés. Y que el ruso es más difícil que el alemán. «Y luego, parece ser, el chino y otras lenguas orientales cuesta el doble aprenderlas. Pero el esperanto en tres meses lo puedes aprender. Y el inglés, por poner un ejemplo, dicen que te cuesta, no sé, cinco años. En comparación, el esperanto es muy fácil porque está hecho para ser fácil. No tiene todas las irregularidades que tienen otros idiomas con los verbos».

No es casual que sea tan sencillo. Ya se encargó Zamenhof, en su sueño utópico de un mundo unido por una misma lengua en la que nadie acababa sometiendo a nadie, de que el esperanto entrara fácilmente. Era su única posibilidad de éxito. Pero ¿por qué es tan accesible? «Fue concebido así. La pronunciación es trivial. Es un lenguaje que se llama totalmente fonemático. Cada letra es un sonido y cada sonido es una letra. Si yo os digo un texto y os explico cómo pronunciarlo, aunque no entendáis nada de lo que estáis diciendo, lo pronunciaréis perfectamente si os explico bien la fonética porque está todo ahí. El castellano es también así, pero es uno de los pocos idiomas que lo tienen. En inglés te tienes que aprender el acento dónde está, o en alemán, en muchos idiomas… La fonética es superfácil. Hay sonidos que no están en castellano, te los tienes que aprender; por ejemplo, tienes sonidos que no están en castellano, pero sí están en valenciano, como la v, la ‘z’ de pizza, la ‘j’ de journal en francés. Se aprenden rápido; si le pones un poquito de interés salen rápidas». Si él lo dice...

Facilidad para los idiomas

Aunque Raúl se apresura a matizar que él tiene facilidad para los idiomas y que encima le gustan. Y que por eso igual a otros les cuesta más ponerse a hablar en un idioma que chapurrean unos pocos miles de personas en Hispanio (de nuevo con el acento en el diptongo), que es como se dice España en esperanto. Muchos menos tienen un nivel tan alto como el suyo. Y muy pocos, es algo reservado para los más frikis, se han preocupado en sacarse la titulación. «Yo tengo un C1 en esperanto certificado por Hungría, que es el único país que hace esas cosas», revela.

El esperanto tiene otro problema: la inmersión lingüística. Raúl Salinas, sin ir más lejos, pasó cinco años de su vida en Alemania. Y ahí conoció el idioma a fondo. Primero vivió en el sur y luego se mudó a Múnich, en Baviera, la región más rica del mundo. Una ciudad cara pero con muy buenos sueldos. «Las empresas pagan muy bien. Yo estuve en BMW y luego estuve en otra empresa de automoción que me pagaba más que BMW. Viví bien. Del salario no me quejo; sí me quejaba de la falta de sol, y por eso me volví».

La fijación de Raúl por el esperanto le llevó a que, durante unos años, la mitad de los correos electrónicos que recibía estuvieran escritos en esperanto. Él lo fomenta y cada vez que un amigo cumple años, coge el móvil, o entra en su muro de Facebook, y escribe: “Feliĉan naskiĝtagon” (Feliz cumpleaños). Otras veces, cuando se dirige a un compañero esperantista, empieza sus textos poniendo “Saluton, mi estas Raul’” (Hola, soy Raúl). Y aprovecha para contar que como todas las palabras son llanas no podía poner la tilde, como en español, pero que el apóstrofo que añade al final de su nombre hace que se pronuncie parecido a Raulo, un truco para que el acento vuelva a caer en la u.

También hay literatura esperantista, pero ahí pincha Raúl. No sabe cuál es la obra cumbre de este idioma, pero, para contrarrestar, corre la puerta de cristal de un mueble y saca un volumen de El Quijote en esperanto. Hace gracia reconocer el célebre primer párrafo de la novela de Cervantes, a pesar de estar en otro idioma. Y añade que en la Wikipedia hay muchos artículos en la lengua de Zamenhof, quien, informa Raúl, se vio impulsado a crear una lengua unificadora por vivir «en una región con muchos conflictos, porque había cuatro idiomas y cuatro grupos étnicos dándose de leches». Y encima se animó a dar ese paso en un momento histórico, 1887, en el que el inglés no se había expandido tanto como ahora.

La asociación Grupo Esperanto de Valencia, que ahora está en Peris y Valero, tiene más de cien años, aunque ha cambiado de nombre varias veces. A principios del siglo pasado atesoraba gran cantidad de libros, pero en 1936, a principios de la Guerra Civil, guardaron todos los volúmenes en un almacén. Pasados los años, alguien cayó en que aquella colección bibliográfica estaba allí olvidada y la donó a una biblioteca de la plaza de Maguncia, para que la pudiera consultar cualquiera.

Foto: MARGA FERRER

A pesar de su pasión, Raúl entiende que la mayoría de la gente vea una pérdida de tiempo aprender un idioma que no le va a valer para nada en ningún país. A eso hay que sumarle el desconocimiento y el peso de los tópicos. Por eso, Raúl recuerda con cariño dos libros que le cambiaron la perspectiva —Esperanto sin prejuicios y Esperanto y mitos­— y la labor de un español, Fernando de Diego (1919-2005), que vivió muchos años en Venezuela, quien elaboró el diccionario más completo que existe. «¡Ahí están todas las palabras que te puedas imaginar!», exclama, y lamenta que no exista un censo fiable de esperantistas.  

Como recalca, y a pesar de que en España todos les miren como bichos raros, en China hay una gran cantidad de personas que lo hablan, y en Polonia hay una radio que emite en esperanto. Aun así no se rinde. E insiste en que es un idioma que la gente podría aprender en tres meses. Y lo cuenta para ver si alguien pica y se suma a la comunidad de valencianos, más mayores que jóvenes, que lo practican. Y remarca en que solo tiene dieciséis reglas de gramática, unos pocos prefijos y sufijos, y poco más. «Es muy fácil; es como un lego en el que tienes las piezas y vas componiendo lo que quieres».

La última en llegar al centro es Aranza, una joven de veintisiete años, nieta de una antigua esperantista. Hace un par de años, aburrida en casa cuando el confinamiento, encontró un libro escrito en esperanto. Fue entonces cuando descubrió la historia de su abuela y aquello la espoleó a aprender este idioma. Ahora se va a estudiar a Polonia y Raúl y otros miembros sufren por si la pierden. Como esos zoólogos que miran cada día cómo crece la cría de un animal en extinción. Porque Aranza, aunque ella no lo sepa, es una de las últimas oportunidades de que el esperanto no se pierda en València.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 88 (febrero 2022) de la revista Plaza

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