VALÈNCIA. La nueva exposición de CaixaFòrum València tiene como título XIX. El siglo del retrato; pero también podría decirse que la muestra en sí es el retrato del siglo XIX. La historia del arte tiene tanto de arte como de historia, por eso cada obra contiene una explicación del mundo particular.
En la mirada fija de la persona pintada, fotografiada o esculpida está la mirada del que hace la obra. Y a través del hilo que comunica las dos, el Museo del Prado y CaixaFòrum València arman un recorrido por las técnicas artísticas y los cambios sociales de un siglo emocionante. El siglo del retrato reúne más de 150 obras y, a pesar de ser —en palabras del director del CaixaFòrum, Álvaro Borrás— la “primera exposición de pintura en mayúsculas” del centro cultural valenciano, tiene mucho más, y en sus paredes también reúne aguafuertes, esculturas, medallas o fotografías. La obra acabada tampoco es condición sine qua non y el proyecto expositivo acoge estudios preparatorios, copias o bocetos.
“Los cambios sociales claves del siglo XIX se entienden a través del retrato. Con el inicio de la Modernidad, también hay más presencia del realismo y el naturalismo. En vez de hablar de religiones y de misticismos, los pintores se fijan en el día a día”, explicó el comisario de la exposición y jefe de Conservación de Pintura del Siglo XIX del Museo Nacional del Prado, Javier Barón.
El retrato es uno de los grandes géneros de las artes plásticas, y su capacidad comercial permite trazar una historia del poder a lo largo de los años. Esta evolución también está contenida en el siglo XIX. Muestra de ello es la sala sobre La imagen del poder, que empieza con el retrato de Fernando VII a cargo de Goya, hasta la devaluación de la monarquía, que se tendría que conformar con salir en las medallas. Los protagonistas de los cuadros ahora serían los cargos militares y los políticos.
La infancia también refleja otro gran cambio, que es la mirada adulta sobre ella. La niñez se entendía únicamente como un proyecto de hombre o mujer; pero el romanticismo la pone en valor como la edad de la excelencia, no como preámbulo de nada, sino como una edad más de la vida humana. La sala dedicada a ello es un curioso recorrido por las poses de los niños y niñas retratadas: empiezan con escenificaciones contenidas, casi de fotografía de carnet; más tarde se elaboran mucho más los elementos que acompañan al retratado; y finalmente la pintura valenciana les naturalizará mostrándole como son, niños que se aburren de posar, que no quieren estar quietos. Emilio Sala, Pinazo y Sorolla son el trío de ases valenciano que protagonizan esta parte de la exposición.
Ya en la edad adulta, la muestra separa las identidades femeninas y masculinas, separadas en dos salas diferentes. No hay tanto un estudio del género como dos relatos separados por las propias condiciones de socialización de cada uno. Sí que destacan, como contraste ante la mirada de pintor—comerciante/retratado—cliente, la mirada de algunos artistas a otras culturas como la gitana, o al pueblo filipino, aún como colonia española. Estos retratos tienen dos naturalezas totalmente diferentes que lo cambian todo: en primer lugar, está el artista que fetichiza esas otras culturas y que sirven para vender obras diferentes a la burguesía —ahí estarían los retratos diferentes a Pascucia, una modelo que se ganó la vida precisamente posando para varios pintores con trajes y elementos exóticos; en segundo, está el artista que sí quiere comprender un mundo oculto a través de su mirada, como el díptico del artista filipino Esteban Villanueva y Vinarao.
El recorrido vital acabaría con una sala dedicada a la muerte. Una selección cuidada y exquisita a la representación de personas muertas, ya sean recién fallecidas o momias. En el retrato hay también una pulsión de acercamiento, mistificación o miedo a la muerte que es, a su vez, uno de los grandes territorios emocionales más explorados y más profundos de la naturaleza humana.
Finalmente, la exposición propone una mirada al propio arte a lo largo de tres salas. En el siglo XIX también hay un cambio sobre la propia percepción del arte, que se reivindica como una profesión de prestigio propia de la burguesía. Los pintores posan con las paletas, pero no tienen manchas de pintura. La sala reúne tanto retratos que se hacen entre pintores como autorretratos, un género denostado actualmente por su dimensión narcisista (maximizada ahora por el 'selfie') pero que ayuda a poner cara y conocer otra dimensión biográfica de los propios autores. Destaca, por ejemplo, el busto original de Goya que hizo Mariano Benlliure, y que se convirtió en el galardón de los premios de cine nacionales; o el retrato del valenciano Antonio Fillol, al que el público le ponga más cuadros suyos que cara.
Más adelante, otra sala muestra su mirada sobre otros artistas como los actores y actrices, de corte más pop. En esta sección tal vez esté una de las obras que más destaquen de toda la muestra: el retrato que Philip Alexius Lászlo de Lombos llevó a cabo de la novelista y guionista Elinor Glyn, a la que se le atribuye el término it-girl, ahora transformado (sin un sucesor exacto) de las influencers.
Finalmente, una última sala está reservada a los estudios de los artistas, que se convirtieron en un fetiche precisamente en el siglo XIX y que funciona para poner en valor el lugar de trabajo (como el Interior del estudio de Muñoz Degrain en Valencia, de Francisco Domingo Marqués), pero a veces también para proyectar una mirada romántica sobre las propias artes (como la Fantasía sobre Fausto de Fortuny).
CaixaFòrum propone, además de la visita habitual, tres itinerarios que seleccionan tres maneras diferentes de mirar el siglo XIX. Uno se centra en la evolución de la indumentaria (y en su reflejo cultural y de clase, claro); otro repasa la diversidad de técnicas de los grandes maestros que reúne la exposición, que son especialmente visibles en los estudios previos; y una tercera se centra en los cotilleos, encuentros y desencuentros de la sociedad que puebla los retratos.
Javier Barón quiso añadir, en todo caso, dos itinerarios más. Primero, el usual, el temático, que es el propuesto por la museografía; y un segundo cronológico, que de alguna manera está contenido en cada una de las salas, en las que es perfectamente visible las evoluciones que provocó la aceleración de la historia que tuvo lugar en el siglo XIX.