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Tribuna libre / OPINIÓN

Una ceremonia olímpica para el olvido

Foto: EFE/JULIO MUÑOZ
30/07/2024 - 

"Tiempo de vientos, tiempo de lobos, / antes de que el mundo fenezca, / no habrá hombre que a su semejante respete". Profecía de los Eddas.

Vivimos en un mudo sin armonía y equilibrio. Y lo sabemos. Vivimos en un mundo de impostura y cinismo. Y lo sabemos. Vivimos en un mundo sin verdades y principios. Y lo sabemos. Vivimos en un mundo sin ética y sin justicia. Y lo sabemos. Vivimos en un mundo en el que prima la insolencia y la intolerancia. Y lo sabemos. Vivimos en un mundo en que lo sagrado es motivo de escarnio. Y lo sabemos. Lo que no sabemos es que cuando los criterios que considerábamos más sólidos e inalterables se resquebrajan, quien perece es la propia la civilización. Es una verdad de la que nos habló Osvaldo Spengler en su obra La decadencia de la civilización Occidental, donde recuerda que la barbarie hace su entrada cuando, en una cultura milenaria, el mito suplanta al logos y las pasiones al conocimiento. Una realidad que nos recuerda un pasaje de la novela El idiota. En ella, Dostoievski nos presenta a un joven llamado Hipólito, quien, estando moribundo, pregunta al príncipe Mynskhin: "Dicen que la humanidad se salvará por medio de la belleza, pero “¿qué belleza es la que salvará a la humanidad?". Este, turbado ante el interrogante de la vida, sólo puede callar. El nihilismo se había apoderado de él, como, en buena medida, de la conciencia del hombre moderno.

Sí, es extraña esta época que nos ha tocado vivir. Por un lado, los heraldos del progreso nos recuerdan, mañana, tarde y noche, que hay que ser tolerantes las veinticuatro horas del día. Que el relativismo, la diversidad y el multiculturalismo es el Alfa y el Omega, el principio y fin de nuestra complaciente sociedad. Pero, a la vuelta de la esquina, la verdad se impone irremediablemente. Su razonamiento es el que esgrimiera C. Schmitt en su obra El concepto de lo político: "La distinción propiamente política es la distinción entre amigo y enemigo", y el enemigo, en el ámbito ético-moral, no es otro que el cristianismo, más en particular, el catolicismo, al que se le ofende, se le persigue y se le intenta devolver a lo más profundo de las catacumbas de la historia. Pero incluso en ellas se escuchará siempre esa voz que nos recuerda: "He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo" (Ap. 3.20).

Los hechos no mienten. Estos se repiten día tras día. No así en los medios de comunicación, cuya cobertura suele ser tan deficiente como maniquea. El asesinato de un sacerdote o de un misionero, la quema de iglesias, la profanación de imágenes y de la Sagrada Forma, la prohibición de profesar la fe católica en numerosos países o el encarcelamiento de religiosos y de laicos por defender sus creencias, interesa o poco o nada. Sus vidas, como sus instituciones, son irrelevantes. Solo sus pecados y delitos alcanzan trascendencia mediática, hasta el punto de abrir, con notable satisfacción, telediarios y portadas de periódico (véase El País). Lo que ignoran es que quienes más lo lamentamos somos nosotros, los católicos, hombres y mujeres que sentimos como nos atraviesa una espada envenenada ante cada uno de sus graves pecados.

Sí, los hechos no mienten. Valga como ejemplo el último episodio ha tenido lugar en ese país que posee por lema oficial la libertad, la fraternidad y la igualdad menos para los cristianos, claro está. La escena de la controversia no es otra que la escenificación queer de La última cena de Da Vinci. El día escogido: la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos. Como se puede comprobar, el mal nunca se deja al azar. En él veo plasmado buena parte del relato de Dorian Grey. Si nuestra interpretación de la novela es correcta, esta enseña que nos creemos efebos. Nos creemos perfectos. La belleza lo es todo. El poder lo es todo. Mi incuestionable yo lo es todo. Es el pacto con el diablo. Así lo escribe Oscar Wilde. El joven entrega su alma al diablo con tal que su belleza no se vea alterada por las huellas del tiempo. El pacto se cumple. Pero el diablo deja marcas profundas en su alma. Su viejo retrato pintado al óleo va reflejando toda su podredumbre. Su infinito egoísmo va deformando su belleza. El cuadro le delata. El diablo también. El lector se pregunta: ¿cambiará al ver cómo se deforma? Pero, como sabemos, cuando se vive para el hedonismo, la comodidad y la voluptuosidad no hay espacio para el arrepentimiento. Solo un acto se atreve a realizar: envuelve su retrato con una sábana blanca. Puro escapismo. Lo es, porque cuando descubrirnos que el egoísmo, envuelto en placer, ha cubierto todos los pliegues de nuestra piel, ya nada queda de nosotros. Nos convertimos en máscaras de cera, en seres aislados, en sujetos instalados en la penumbra, seguramente porque desconocemos que el goce siempre es pasajero. No así la caridad. Esta permanece. No nos envilece. Todo lo contrario. Nos acomoda en esa belleza que nace de Dios. En una belleza que vive en el corazón de los hombres, en unos hombres que han comprendido que, a diferencia de Caín, nosotros, aún en nuestra fragilidad, somos los guardianes de nuestros hermanos. Ellos son parte de nosotros. La mejor parte. Entregarnos a ellos, protegerlos, cuidarlos, alimentarlos y proyectarlos nos purifica y nos alegra el corazón. Todos lo sabemos, porque todos, en algún momento de nuestras vidas, lo hemos experimentado.

Sí, Dorian Grey es el espejo de esa infame ceremonia. Esta no es otra cosa que el fiel reflejo de la profunda crisis que afecta al hombre contemporáneo –quizá la más peligrosa–, la que conduce a un individuo a no ser capaz de discernir el bien del mal, el ser del tener, la verdad de la cotidianidad, la escenografía del escarnio, criterios sin los cuales una sociedad no puede ni construir ni conservar un orden social basado en el respeto y la concordia.

Como es lógico, pocas cosas me sorprenden a mi edad, pero reconozco que me descorazona leer, como parte del paisaje mediático, la vieja y dolorosa noticia de que se mancillan los hombres, los símbolos y los dogmas de una fe que para muchos millones es sagrada. Nada que no supiéramos. Nada que no haya sido escrito con anterioridad. Porque todos, con Saint-Exupéry, "hemos visto extraviarse la piedad con demasiada frecuencia" (Ciudadela), tanta que ni siquiera es piedra de escándalo para buena parte de una sociedad silente y empobrecida, para una sociedad -incluidos buena parte de los católicos- que se pone de perfil cuando se trata de la defensa de la libertad de religión, pero que no duda en salir a la calle para otorgar amparo a otros derechos, a otros colectivos, sin duda tan legítimos como el que defiendo, pero no más, porque esta forma parte de la libertad de las conciencias: su piedra angular.

A mi juicio, este es el quid de la cuestión. Debo insistir en que la salvaguardia de la libertad religiosa, así como los valores y símbolos que representa, no es sólo una cuestión de fe, es mucho más: es la defensa a ultranza contra todo fanatismo, contra toda intolerancia. Es el mal del que nos hablaba Tácito cuando recuerda, no sin tristeza, que en tiempo de Tiberio los romanos "cayeron en el servilismo" de los bárbaros. Pero la barbarie no se detiene. Pervive en la historia. Pervive en las ideas y en las religiones. Pervive en los hombres y en los colectivos. Pervive siempre. No sólo pervive, sino que se recrudece con el tiempo. Se recrudece cuando se impide la práctica de un culto sagrado. Se recrudece cuando se amedranta y se vilipendia por la simple creencia en el Cristo Crucificado. Se recrudece cuando se margina o se etiqueta por tal o cual credo, tal o cual carisma. Se recrudece en el siglo XXI con blasfemas escenografías, con lascivas representaciones, que si se hubieran realizado en contra de quienes han perpetrado semejante dislate, saltarían las alarmas hasta del Pentágono. Asumirlo nos libera del estupor. Denunciarlo, nos redime del oprobio.

Que nadie albergue la menor duda: repudio los linchamientos y las malditas cancelaciones (pura censura). Ante la infamia, ante el escarnio más lacerante, me refugio en esa lectura que me alimenta y me alienta. Entre sus páginas, recurro a los versos que Borges escribiera en Everness:

"Solo una cosa no hay. Y es el olvido.

Dios, que salva el metal, salva la escoria

y cifra en Su profética memoria

las lunas que serán y las que han sido […]".

Que nadie lo dude: no me acogeré a ninguna bajeza, ni siquiera a la maledicente ironía, solo a esa Palabra Eterna que nos redime y nos salva.

Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de Derecho Romano

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