Desde un punto de vista regulatorio y de limitación de actividades podemos considerar que la pandemia de COVID-19 ha pasado ya. Ya no quedan prácticamente restricciones. Obviamente, seguimos con los contagios, y en estos momentos con una aceleración de los mismos, de los ingresos y de las defunciones. Pero la combinación de la amplia inmunidad alcanzada por la población gracias a haber pasado la enfermedad y la vacunación, así como el hecho de que quizás las personas más vulnerables o susceptibles de desarrollar cuadros graves hayan sufrido ya las consecuencias que en cada caso podían padecer, nos hacen vivir todo esto con normalidad. La famosa nueva normalidad de “gripalización” de la covidia, ya se sabe, de la que nos hablaba aquí hace nada Guillermo López.
El último eslabón en este proceso ha sido la eliminación de la obligación general de portar mascarilla en entornos cerrados compartidos con personas de ámbitos diferentes al familiar, que ha dado lugar, además de a mucha alegría, a dinámicas significativas y que nos permiten entender un poco mejor dónde estamos. Por un lado, y como es sabido, el gobierno central anunció la medida y sólo semanas después, a escasas horas de eliminar la obligación general, se dignó a publicar el decreto regulador, con la desgana marca de la casa con la que llevan afrontando la cuestión desde hace ya meses. Es claro que la gestión de la pandemia ya no es un asunto cómodo para el gobierno Sánchez, otrora autoerigido campeón de la lucha contra la plaga. Y se nota. Las normas jurídicas que están produciendo recientemente están todas ellas cortadas por ese mismo patrón: llegan tarde, mal, suelen estar poco pensadas y en el fondo no parecen buscar otra cosa más que sacudirse el muerto de encima.
Con poco o ningún tiempo para reaccionar el resto de Administraciones públicas, instituciones y empresas privadas tuvieron que decidir a continuación, decaída la obligación general, qué hacían. Y ello sin apenas indicaciones normativas del gobierno de España y con la sensación general (por mucho de que jurídicamente no fuera el caso) de que desde el poder central se había prohibido imponer la mascarilla en todos los ámbitos más allá del transporte público. En ese contexto hemos asistido a unas semanas de vacilaciones, pero donde una clara pauta ha acabado emergiendo. Incluso en aquellos ámbitos en que sus técnicos han considerado que las circunstancias podían ser análogas, por ejemplo, a las del transporte público y por ello justificarse el mantenimiento de la obligación de llevar mascarillas, poco a poco, las obligaciones han ido decayendo ante la creciente oposición social y la incomprensión de gran parte de los destinatarios de estas medidas de protección. El último y más cercano caso, por ejemplo, ha sido el de nuestra Universitat de València. Además, a medida que más y más administraciones públicas y empresas pasaban a no exigir la mascarilla, más difícil (porque obviamente aporta menos beneficios diferenciales la obligatoriedad a efectos de ayudar a parar la difusión de una enfermedad si en el resto de ámbitos compartidos nadie lleva nunca protección) es justificar que siga siendo necesaria en otros ámbitos.
Probablemente, desde un punto de vista estrictamente epidemiológico, había razones para extremar la prudencia unas semanas, al menos en todos los ámbitos en que concurren muchas personas de orígenes diferentes durante varias horas en espacios cerrados, máxime cuando esta relajación ha coincidido con la eliminación de los aislamientos de quienes están contagiados, incluso en aquellos casos con sintomatología leve. La novedad de que estemos ya conviviendo de forma general con personas portadoras de un virus muy contagioso y que puede cursar de manera muy grave en algunas personas quizás habría aconsejado una mayor prudencia en lo que se refiere a las mascarillas, dado que a fin de cuentas el coste personal de seguir llevándolas mientras comprobamos cómo evoluciona la enfermedad en estas nuevas circunstancias era, y es, muy reducido, por no decir prácticamente inexistente.
Estas razones, sin embargo, no son a día de hoy recibidas demasiado bien por la ciudanía. Más de dos años de pandemia y restricciones varias, aunque de intensidad decreciente, han acabado por consolidar dos convicciones sociales en estos momentos compartidísimas. La primera de ellas es que, mientras no haya riesgo de colapso hospitalario, no tiene sentido imponer restricciones a las actividades económicas o de ocio. Esta forma de afrontar la situación no es nueva, y de hecho es la que por ejemplo intentaron inicialmente el Reino Unido (que se vio obligado a rectificar, eso sí… porque el sistema hospitalario y de asistencia sanitaria se les venía abajo) o Suecia (en este caso, con sensación de éxito… pero con datos que permiten no pocas críticas). La diferencia es que ahora parece claro que esta aproximación es la que han asumido casi todos los países.
La segunda, que la protección frente a la enfermedad es una cuestión ya no social sino individual, en cambio, es una forma de ver las cosas que ha aflorado más tardíamente, pues sólo a partir de tener a nuestra disposición vacunas eficaces, y por ello cierta sensación de protección prácticamente completa entre la población más joven y menos vulnerable, se ha ido propagando. Según esta visión ya dominante, cada cual ha de decidir si se vacuna o no, por ejemplo, y si por no vacunarse tiene problemas, pues ya se apañará con nuestro sistema de salud. Por su parte, las personas mayores y vulnerables, obviamente, han de protegerse más e ir con particular cuidado, porque no es un cometido de los demás velar por ellos. Y si alguien vacunado, que se cuida y protege acaba enfermando, pues no deja de ser ley de vida, en la que a veces pasan cosas tristes pero sin que ello deba significar que haya que paralizar el resto de actividades.
Es evidente que esta manera de afrontar las cosas tiene cosas buenas, y sin duda el hecho de que socialmente parezcan muy generalmente plebiscitadas es buena prueba de que así lo percibe gran parte de la ciudadanía. Al margen de la importancia económica de la desaparición de las restricciones, la ganancia de libertad para (casi) todos que de ella se derivan son indudables. Pero también conlleva costes sociales, algunos no menores (porque, sencillamente, va a morir más gente). La ponderación entre beneficios y desventajas es muy subjetiva e individual, y además es normal que pueda cambiar y depender de las circunstancias, de la experiencia e incluso de humores sociales. Así que tiene quizás poco o ningún sentido predicar en exceso sobre ello. Pero sí se puede constatar, y resulta altamente interesante hacerlo, que estas dos pautas para afrontar la gestión de la pandemia que se han ido decantado poco a poco estos años son radicalmente diferentes a la manera inicial con que afrontamos, al menos en España, la situación.
No hace tanto las ideas de que el límite a partir del cual tenía sentido imponer restricciones a la actividad debiera depender sólo del riesgo de colapso hospitalario o de que la protección de las personas vulnerables, más allá de poner a su disposición un sistema de salud funcional, era una responsabilidad individual exclusiva de cada una de ellas habrían sido, directamente, enunciadas muy tímidamente y acogidas con no pocos mohínes. En apenas un par de años, cansancio mediante, es más o menos donde estamos (casi) todos. Quizás nos hemos hecho más realistas. O, a lo mejor, hemos demostrado que nuestra capacidad de sacrificio, cuando es sólo por los demás y ya no por nosotros mismos (una vez eliminada de la ecuación la sensación de riesgo personal más o menos cierto), es limitada y no alcanza ni siquiera a aguantar llevar mascarilla en ciertos lugares unas horas al día aunque pueda ser razonable todavía en algunos casos mientras acabamos de ver cómo evolucionan las cosas.
Políticamente de esta batalla, que también lo es por algunos valores e ideas, tiene ganadores y perdedores claros. Como he comentado antes, Pedro Sánchez y su gobierno han pasado de salir en la tele a todas horas manifiestamente encantados de haberse conocido en sus papeles de comandante en jefe contra la plaga en compañía de su fuerza de choque policial y ministerial a huir de cualquier relación respecto de la pandemia como gato escaldado.
Mientras tanto, Díaz Ayuso y sus planteamientos, que en algún momento estuvieron a la defensiva y fueron combatidos política y socialmente desde muchas tribunas y frentes, campan ya a sus anchas y han acabado siendo asumidos por todos. Es una victoria política y cultural indudable, que además está llamada a tener no pocas repercusiones. Que la comunidad autónoma que lidera la incidencia en términos de mortalidad por la pandemia en toda Europa y que ha logrado que su esperanza de vida decrezca más en estos años acabe siendo, a la postre, el ejemplo de cómo ha de ser gestionada una situación como esta y el modelo a seguir es algo que tendrá repercusiones indudables en el futuro. Por ejemplo, cuando llegue otra situación parecida… ¡u otra ola de COVID-19 con cierta incidencia, a saber! Porque parece claro que, incluso si se diera el caso de nuevo, sería muy complicado que la situación, por dura que sea en términos sanitarios, pueda acabar llevando a que se impongan de nuevo restricciones considerables salvo que la situación se torne realmente catastrófica. Pero las consecuencias no acaban ahí. También las habrá cuando haya que votar.
Determinados humores sociales son surfeados mucho mejor por ciertos partidos, de ciertas ideologías, y también por ciertos líderes. Lo que no es ni mejor ni peor en sí mismo. Es, simplemente, normal. Porque ciertos marcos y formas de vivir la vida y estar en sociedad se corresponden mucho mejor con unas posiciones, al igual que otros se cohonestan mejor con otras. Casi todo en la vida es política, es inevitable que así sea. Ahora bien, conviene ser conscientes, al menos, de dónde estamos. Y, pasados estos dos años, no parece que el marco en que nos hemos acabado instalando sea, por ejemplo, muy favorable para el gobierno de España ni fácil de cohonestar con algunos de los valores que siempre ha predicado el govern del Botànic. Habrá que ver si hay alguna manera de poner los cuidados en valor de algún otro modo. Eso sí, sin mascarillas.