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¡NO ES EL MOMENTO! / OPINIÓN

Saldremos mejores (o no), pero saldremos en avión

19/09/2021 - 

VALÈNCIA. Gracias a las redes sociales tenemos acceso casi inmediato a muchos aspectos de la vida de nuestros congéneres, al menos a la parte que nos suelen querer mostrar, sin necesidad de conocerlos personalmente y sin que los medios de comunicación deban hacer de intermediarios. Obviamente, con todos los sesgos y limitaciones que se quiera, de acuerdo. Pero nos sabemos partes de la vida del prójimo como nunca hasta ahora. De modo que desde este verano estamos todos, intuyo, al cabo de la calle de cómo durante este verano se ha recuperado esa “normalidad” consistente en viajar a ser posible cuanto más lejos mejor, quedar con amigos en reuniones generosas o compartir comidas, cenas y gin-tonics debidamente inmortalizados. 

Después, y ya llegado septiembre, nuestros Twitter, Facebook o Instagram nos han ido dando cumplida información sobre las idas y venidas profesionales de aquellas personas a quienes seguimos o con quien tenemos amistad. Así, sabemos que la gente comparte emocionada sus primeros vuelos de trabajo desde hace meses, sus primeras visitas a tal o cual país o Universidad desde el inicio de la pandemia, sus retomadas y añoradas incursiones transoceánicas e imágenes de salas de embarque o bucólicas nubes fotografiadas desde el avión para ilustrar la buena nueva de que las reuniones de trabajo vuelven a ser, en muchos casos, presenciales. Estas últimas semanas, además, hemos asistido a encuentros internacionales destinados a analizar las consecuencias del cambio climático o su relación con la reacción de nuestras sociedades ante la pandemia, para rizar el rizo. O a festejos rituales, desde la reanudación de algunas fiestas populares a los botellones masivos de celebración del inicio de curso en varias ciudades españolas, culminados con una gigantesca ordalía el pasado viernes en la Ciudad Universitaria de Madrid que concentró a varios miles de personas. 

La flagrante contradicción personal en que todos incurrimos, a buen seguro, en no pocos ámbitos de nuestras vidas privadas, haciendo uso de posibilidades que nos ofrece la máquina productiva (y extractiva) capitalista destinada a saciar nuestras (aparentes) necesidades de consumo de productos, bienes, servicios, situaciones y sensaciones que sabemos que en realidad son malas para el planeta y la colectividad, y probablemente también para nosotros mismos, es bastante llamativa cuando es tan publicitada. Y lo resulta más aún cuando es el (confiemos) colofón de unos meses, casi año y medio, de importantes cambios en nuestras vidas como resultado de las adaptaciones que todos hemos tenido que hacer y que teóricamente nos habían hecho aprender algo sobre nuestras reales prioridades vitales y las cosas que de verdad nos hacen importantes para los demás.

La pandemia de covid-19 ha supuesto, a todos los niveles, un enorme desastre. El coste en vidas humanas, sufrimientos, así como el parón económico u otros daños que quizás aún no percibimos del todo pero que también se han dado (la frivolidad y facilidad con la que se han tomado ciertas decisiones limitativas de derechos puede haber sentado precedentes que nos den algún disgusto en el futuro), es literalmente incalculable. De hecho, no hemos sido capaces de calcular ni lo que en principio debería ser más sencillo, como es el caso en España con el total de víctimas. Sin embargo, y junto a estos destrozos de gran magnitud, la pandemia podría haber tenido efectos positivos. En concreto, hablamos largo y tendido durante las semanas de confinamiento sobre cómo esa situación nos había hecho ser algo más conscientes de algunos efectos de nuestro modo de vida occidental y, en concreto, de la salvaje huella de carbono de no pocas actividades probablemente innecesarias o absurdamente sobredimensionadas. O de la importancia de las relaciones personales de calidad, verdaderamente próximas y a pequeña escala, frente a la mercantilización de la vida social tardocapitalista basada en el consumo reiterado de sensaciones o experiencias que han de ser cada vez (aparentemente) nuevas por muy vacías y estandarizadas que en realidad sean.

Foto: KIKE TABERNER

Obviamente, se podía ser escéptico desde un primer momento sobre hasta qué punto esas reflexiones nacidas en tan singular contexto eran totalmente sinceras y, sobre todo, respecto a si esa valoración tan alta de las pequeñas cosas y de los placeres sencillos y cotidianos sobreviviría a la posibilidad de poder volver a nuestros negocios y ocupaciones habituales en cuanto las restricciones desaparecieran. No es quizás sorprendente, en definitiva, que se haya vuelto lo más rápido que ha sido posible a lo de siempre. Y, en lo que aún no es posible, es de prever que lo haremos en cuanto lo sea. Pero sí lo es, en cambio, lo poco que hemos aprendido de lo que dijimos tras haber, supuestamente, reevaluado tantas cosas en estos meses pasados.

Gobiernos e instituciones se llenaron la boca de retórica verde y de desescalada productiva, incidieron en lo esencial de extraer las debidas lecciones y volver a poner en marcha la economía en cuanto se pudiera, sí, pero anteponiendo la consecución de una mayor resiliencia y sostenibilidad a las mejoras estrictamente productivistas. Entre otras cosas, porque del actual modelo se deducen consecuencias no sólo graves y evidentes en términos de cambio climático sino, también, e incluso, en lo que tiene que ver con futuras pandemias. Un modelo productivo hipervitaminado e hipermineralizado, que consume tantos recursos y lo hace de manera tan intensiva, a escala global, interconectado al instante y que además no puede poner en marcha muchos frenos o controles porque son poco competitivos es, y lo sabemos ya, caldo de cultivo para futuras pandemias… Y para que tarde o temprano aparezca otra de similar o mayor gravedad a la que hemos vivido. Por ello todos los gobiernos, y especialmente la Unión Europea, han incidido mucho en que los fondos destinados a la recuperación han de tener muy presente estas variables… hasta que ha habido que presentar planes concretos, propuestas de inversión o de actuación específicas y ha quedado claro que de la retórica a haber extraído verdaderas enseñanzas de la situación hay un buen trecho y está todavía, todo él, por recorrer.

Pero es que no sólo son los gobiernos; también nosotros parecemos haber olvidado que en realidad es más importante pasar tiempo de calidad con las personas a las que queremos que irnos cada dos por tres a lugares lejanos, exóticos o simplemente cuquis. Que con muy poquito, si tenemos las necesidades básicas y una mínima libertad para poder expandirnos, podemos ser muy felices. Y quizás una forma de avanzar hacia la resiliencia es acordarnos más de ello y poco a poco desengancharnos de ciertos excesos que todos, en el fondo, sabemos absurdos. Cambiar y avanzar conservando lo bueno que hemos descubierto y prescindiendo de parte de lo que sabemos superfluo no debería resultarnos tan complicado.

Foto: KIKE TABERNER

Se trataría de aprovechar el parón para no arrancar de nuevo sin más y como siempre, sino analizando lo hecho hasta ahora para mejorar. Las (absurdas, pero afortunadamente ya sabemos a estas alturas que no causantes de un aumento de contagios) Fallas de septiembre de 2021 son un buen ejemplo. Han obligado a desconcentrar y descentralizar ciertos actos, y probablemente son éstas medidas que en el futuro se puedan y deban mantener porque han supuesto mejoras al permitir a más gente disfrutar con cercanía y sin agobios de espectáculos pirotécnicos. En cambio, nos han dejado impresionantes y lamentables imágenes, si cabe más nítidas que nunca por haber sido realizada la crema de algunas fallas todavía con luz solar, del ya tradicional humo negro producto de la muy tóxica y contaminante combustión de estas estructuras debido a los materiales empleados para lograr que sean cada vez más grandes y espectaculares a un precio asequible. Pero, ¿de verdad necesitamos que las estructuras sean cada vez más grandes y espectaculares o la calidad de una falla puede estar en el contenido de su crítica, el detalle, la calidad de su acabado o la innovación sostenible? La respuesta es obvia, y resulta increíble que estos elementos no sean clave en los premios desde ya mismo y de cara al futuro, pues en cuanto lo fueran veríamos desaparecer los materiales tóxicos a gran velocidad -que, por otro lado, tampoco pasaría nada porque, directamente, se prohibieran-.

Al final, se trata de, aun yendo poco a poco (porque ir lento es mejor que no moverse nada o, peor, que seguir avanzando en la equivocada dirección de siempre), aplicar un mínimo de sentido común respecto de las cosas que sí hemos descubierto que nos importan y que son buenas pata la colectividad, que además no pocas veces también pueden ser parte de las que nos hacen más felices. Mientras tanto, podríamos dejar de volar en avión a reuniones, congresos y jornadas que hemos estado haciendo sin problemas on-line estos meses, especialmente, por eso de la vergüenza torera, si se trata de ir a discutir sobre sostenibilidad y cambio climático. Y por empezar por lo más sencillo y natural, a ver si conseguimos al menos que a todos nos dé un poquito de vergüencita hacer estas cosas, conscientes de su absurdidad, y ya que no hemos logrado aún empezar a cambiar… ¡sí dejar de una vez de difundir todas esas cosas ante todo el mundo como si fuera algo de lo que enorgullecernos o que nos deje bien y ocultarlas como lo que son, pequeñas (o grandes) miserias de las que mejor no se entere nadie!

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