Los históricos de los sectores de base tecnológica, esos pioneros de los años 60 y 70 del siglo pasado que supieron asimilar en una misma oración las gramáticas de la ciencia, la ingeniería, la empresa y la acción pública, suelen hacer aflorar cuatro islotes en ese mar uniforme, continuo, isomorfo, de ruido social en el que llevamos desafortunadamente sumergidos desde hace ya demasiado tiempo. Desorientados.
El primero, nos habla de intuición. No había en el ADN de aquella generación nada impreso de antemano que les condujera hacia la revolución tecnológica, no disponían de los mimbres para construir sus proyectos de innovación. Su capacidad para plantearse retos acabó permitiendo a España celebrar una Copa del Mundo, actualizar a la industria ante la creciente competencia global, dar el salto al espacio, organizar unos Juegos Olímpicos…
Pero aquel espíritu inquieto se movía, en cierto modo, a tientas, con muy poca información de calidad del exterior. La industria tradicional, el sector agroalimentario, la construcción, contaban con una herencia de siglos, lo que ahora se llama legacy, pero los pioneros de los saltos tecnológicos en nuestro país iban casi a ciegas.
Sorprende, en segundo lugar, hasta qué punto vinculan sus carreras profesionales a su etapa en la Universidad. Aquellos años de estudiantes, el impacto que tuvieron en ellos, hace ya más de medio siglo, algunos de sus profesores, su papel como docentes e impulsores de grupos de investigación. Están presentes como si en algún momento de su relato fuera a sonar la sirena para el cambio de aula.
Tienen un alto concepto de la industria. Interiorizaron esa idea que deberían llevar impresa en su ideario todos los buenos políticos: si la industria se une, no hay quien pueda pararla. Muchos de los desequilibrios y de las brechas de competitividad que estamos viendo hoy en España, entre sectores, entre territorios y entre empresas de distintos tamaños, se deben precisamente a la pérdida de esa visión coherente de la industria. Especialmente grave fue esa década perdida de principios de este siglo, de la que despertamos con el estallido de la crisis financiera.
Por último, hay una visión de la situación actual muy diferente de la que les correspondió afrontar a ellos durante la primera etapa de impulso de la innovación de base tecnológica. El entorno es hoy mucho más complejo, no resulta tarea tomar decisiones, muchos problemas están interconectados y encontrar el equilibrio, dotarse de una estrategia firme, supone un verdadero desafío. Los tiempos en los que se construyeron los pilares de la economía en democracia estaban dominados por una visión más unívoca. Todos remaban en el mismo sentido. Era un entorno más propicio para las decisiones políticas a largo plazo.
El pasado 1 de Mayo, mientras se ultimaban los preparativos para su toma de posesión como nueva presidenta del Massachusetts Institute of Technology (MIT), Sally Kornbluth, participó en un debate con el tema "De dónde provienen las grandes ideas y por qué son importantes". Muy recomendable echar un vistazo a lo que se dijo allí. Ocho profesores fueron invitados a explicar en qué están investigando y a proponer qué puede hacer el MIT para impulsar esas big ideas que se necesitan para afrontar los grandes desafíos actuales.
Entre ellos, un valenciano, portada hace unos meses de Revista Plaza, Pablo Jarillo-Herrero. Habló en el Centro de Conferencias Samberg de los “estados fascinantes de la materia" que aparecen cuando los electrones forman una nube de partículas e interactúan. “Hemos realizado todas las fases de la materia cuántica conocidas en la naturaleza y algunas nuevas”, dijo, según cuenta MIT News, "no entendemos por qué sucede esto, pero existe la esperanza de que, si lo hacemos, podamos diseñar nuevas tecnologías, como mejores imanes para la fusión nuclear".
Compartir sueños es el primer paso para cohesionar a las sociedades, a sus sistemas de conocimiento, su entramado público y su tejido empresarial. Si esos sueños tienen una base tecnológica, siempre será más posible construir la herramienta para hacerlos realidad, claro. Uno de los empresarios que está trabajando más intensamente para transformar el ecosistema de Málaga, Ezequiel Navarro, presidente del Innova Ricardo Valle, suele decir que hay que soñar (habla de convertir a su Universidad en Stanford, por ejemplo), porque, aunque no alcances el objetivo, siempre te acercarás a él y quedarse a medio camino ya sería un gran avance.
¿Cuáles son nuestros sueños? Da la impresión de que sabemos muy poco de las aspiraciones científico-tecnológicas de esos microsistemas que comparten territorio con el nuestro (de los que las tienen al menos). No es lo mismo exponer reivindicaciones que sueños. ¿A dónde quieren llegar nuestros mejores científicos (hablo por correo con Álvaro González, del Observatorio Nacional de Astronomía de Japón, donde se ocupa del Proyecto ALMA en el Este de Asia, apasionante), nuestras mejores empresas (bravo Zeleros Hyperloop por esas seis patentes que vienen, un par de ellas conjuntamente con la Universidad Politécnica), nuestros mejores intelectuales?
La Red de Institutos Tecnológicos de la Comunitat Valenciana (REDIT) publica un libro que repasa las casi cinco décadas de economía en democracia. Lo ha llamado “Una historia de innovación colectiva”. Convendría recuperar algunos de los estímulos germinales que construyeron nuestro tejido industrial innovador. Leerlo quizás alumbre rincones de nuestra memoria colectiva. Sí, colectiva.