26 de enero de 2020 Palau de Les Arts. Temporada de abono del Palau de la Música Obras de Músorgski, Chaikovski y Shostakóvich Fumiaki Miura, violín Frankfurt Radio Symphony Orchestra Andrés Orozco-Estrada, director musical
VALÈNCIA. Para que se hagan una idea de lo que significa la música sinfónica en Alemania, la fabulosa orquesta que nos ha visitado este domingo, una formación que, tras las tres o cuatro mayestáticas formaciones europeas, estaría situada en el pelotón de una veintena que les siguen, vendría a ser algo así como si nuestra emisora pública À Punt Radio tuviera una orquesta de nivel internacional. Un conjunto que ha sido dirigido por directores de la talla de Eliahu Inbal con quien tiene grabado un histórico ciclo mahleriano, Michael Gielen o con Paavo Järvi, actual director emérito. Lo mismo sucede con otras tantas emisoras de radio publica alemanas. Otra galaxia.
Respecto a lo que escuchamos este domingo, voy a empezar a creerme aquella boutade que pronunció Lorin Mazeel cuando dijo que no hay malas acústicas sino malos directores. Y lo cierto que esta temporada hemos asistido a algunos conciertos en el complicado auditorio superior de Les Arts que darían la razón al recordado director norteamericano, como el dirigido hace un par de meses por el granadino Pablo Heras-Casado con la Orquesta de Valencia, o este protagonizado por Andrés Orozco-Estrada. La formación del centro del país germano presume del característico sonido alemán desde el primer momento basado en una cuerda densa, empastada con sección grave a prueba de bomba, y de una versatilidad enorme, capaz de llevar a cabo cualquier cosa que el director colombiano demande: desde el pianíssimo más inaudito a hacer temblar los cimientos de la sala. A ello hay que añadir los sensacionales solistas con los que cuenta la formación entre los que hay que destacar por encima de todos a la flautista salmantina Clara Andrada, una de las más importantes solistas del momento en su instrumento que lució un sonido redondo, corpóreo y aterciopelado. No se quedaron atrás solistas de fagot o clarinete, aunque habría que extender los parabienes a toda la madera.
Se abrió una velada dedicada a compositores rusos con una Noche en el Monte Pelado refinada, transparente y brillante, sin caer en excesivo dramatismo y espectacularidad.
El ámbito oriental, y sus sistemas de enseñanza musical, está dando en las últimas décadas una abrumadora nómina de virtuosos, muchos de los cuales inician una ascensión meteórica quedando con el tiempo por el camino. Jóvenes que con poco más de veinte años dominan el gran repertorio con una apabullante facilidad, que no significa necesariamente profundidad. El violinista japonés Fumiaki Mura toca de corrido y sin despeinarse, literalmente, un concierto de una gran dificultad técnica como es el de Chaikovski, pero sin lograr emocionarnos. Lo peor de todo es que da la sensación de haberlo hecho todo ya con esta clase de obras, mostrando incluso en la expresión corporal cierta displicencia lo que transmite una sensación de “bolo” en el peor de los sentidos. Ello nos permite dudar que dentro de una década este joven prodigio en lo técnico, profundice mucho más en lo que encierran estas obras virtuosísticas y que no viene en la partitura. El concertino de la orquesta tocó en su breve intervención solista en el segundo movimiento de la sinfonía de Shostakóvich con más gracia y sentido que cualquier pasaje del concierto interpretado por el violinista nipón, que hay que decir, lució un bonito y ancho sonido y mostró un excelente manejo tanto de la digitación, con una afinación casi perfecta, como del arco. Excelente el acompañamiento de una orquesta que ya estaba dando muestras de lo que estaba por venir en la segunda parte de la velada.
Lo mejor de la noche con diferencia fue esta soberbia quinta del músico ruso, y mucho tiempo tardaremos en volver a escuchar una lectura de este nivel. El director colombiano demuestra con esta traducción una gran capacidad de trabajo y, ante todo, talento habida cuenta los inmejorables resultados en cuestiones que es necesario trabajar y saber transmitir como las soberbias transiciones- en esta obra tan importantes-, la planificación de los crescendos y la amplísima gama dinámica que empleó Orozco-Estrada. La idea que mueve la escritura de esta composición es controvertida y no sabemos si el gran director ruso se muestra sincero en sus aclaraciones sobre su composición, o bien sin decirlo, quiso congraciarse con el régimen por pura supervivencia. Hay quienes opinan que el auténtico Shostakóvich de esta quinta es el del Largo y no el del Allegro non troppo con que se cierra la obra que vendría a ser una especie de fake, una “alegría forzada”, en modo apoteósico, con el fin de “hacerse perdonar”. Rostropovich amigo personal del compositor y dedicatorio de obras dijo, al contrario de que muchos piensan, que “ el final es una tragedia irreparable. Estirada sobre el potro de la inquisición, la víctima intenta todavía sonreír en su dolor. Quien crea que el final de la sinfonía es alegre es realmente idiota”. Me da la sensación de que Andrés Orozco-Estrada, siguiendo esta interpretación no concibe la obra como un triunfo a la vista del planteamiento que hace de los pasajes más líricos y más concretamente del tercer movimiento. Así, los climax de la composición no hay que buscarlos, para el director colombiano, en los engañosos estallidos orquestales sino en las partes lentas más expresivas y dolorosas. Orozco-Estrada extrae todo el dramatismo inestable al primer movimiento, la nostalgia decimonónica del vals, en una lectura referencial, al scherzo, evocando claramente un tiempo pasado empleando una fluidez bailable y unos rubatos de impronta centroeuropea antológicos; la meditación más profunda y lírica que quepa imaginar con un largo que constituye el gran momento del concierto poniendo el corazón en un puño a un público que llenaba la sala, y cerrando con un Allegro non troppo intencionadamente despojado de la “importancia extática” que otros pretenden darle. La obra “acaba bien”, vale, pero todos sabemos que es mentira.