VALÈNCIA. Supe lo que es el odio gracias a Maradona. No, no hubo un buen ejemplo en su figura, pero no por él, que por mí pudo drogarse todo cuanto pudo, sino por los que me rodeaban. También los periodistas que hablaban de él, los de todo el mundo en aquella época. Para mí, un inocente niño, Maradona era el dios de los mundiales, el que la había liado en México y estaba reventando Italia. Para el resto del mundo, era el gordo a abatir. Supe cuánto odiaba a la humanidad cuando vi a gente de mi barrio hacerse banderas alemanas en el mundial de Italia para ver la final. Eran infraseres que obedecían a los infraseres de los medios. Mi corazón se volvió negro.
Me tuve que comer esa final, además. Un partido calcado al de Brasil de octavos, pero sin Caniggia, que se perdió la final por una mano estúpida. No hubo contraataque redentor comandado por Maradona para echar por tierra el dominio abrumador alemán y encima Argentina perdió por un penalti que no era. Desde ese momento hasta hoy he sentido una extraña afinidad con Argentina y su cultura, un país que de todas formas es primo-hermano del nuestro. Cosas del fútbol. Veo imágenes de las Malvinas y me entran ganas de matar tantos ingleses como milicos salvapatrias, pero deber el placer de tantas lecturas, discos y películas a las pistas que te deja un futbolista cuando eres un niño, no deja de tener su aquél.
Pasó el 90, seguí fiel a Diego Armando y lo pasé mal. Se rieron mucho de mí. Sobre todo cuando, mientras durante su paso por el Sevilla, el Madrid le metió cinco con él deambulando al trote cochinero sobre el césped del Bernabéu. A mí me daba igual todo aquello, ya era consciente de la lucha de ese hombre contra el mundo, pero tuve que asumir su derrota. Estaba acabado. En la radio dijeron que dio vergüenza ver a una leyenda del fútbol internacional arrastrarse así por un campo. La frase fue tal cual. Su regreso a Argentina ya solo apareció en nuestros noticiarios en forma de meme, que si le había dado un beso a no sé quién, que si le habían pillado con no sé cuánto.
Sin embargo, ahora, es sagrado. Coinciden en el tiempo los elogios los periodistas que en los 90 se dedicaron a menospreciarlo con los que ahora se corren con el misticismo sin haberlo visto nunca en directo, sumados a los periodistas culturales del fútbol, un fenómeno contemporáneo, que le dan un barniz intelectual a su existencia, o poético incluso. Aunque muchas veces se le saque a colación solo para atacar a Messi. La misma historieta de siempre: oportunismos.
Ahora mismo en Movistar + hay dos documentales sobre El 10 que se pueden ver seguidos. Son Fútbol Club Maradona, sobre su paso por el Barça, y Diego Maradona, que comprende su etapa en el Nápoles. El primero tiene una perspectiva histórica muy buena. Deja claro que en el Barcelona no se disfrutó al jugador, ni dejó una huella acorde a su dimensión de mejor futbolista de todos los tiempos. Entonces, solo era una gran promesa que había defraudado a todos. La hepatitis se le pudo perdonar, aunque ponía de manifiesto cuáles eran sus hábitos de vida nada más llegar.
No obstante, pese a los meses que estuvo fuera, le dio buena candela al Real Madrid, hasta el punto de ser ovacionado en el Bernabéu, el estadio del máximo rival. La cosa pintaba bien para el año siguiente, con Menotti en el banquillo, pero una patada de Andoni Goikoetxea, que años después seguía siendo recordada con cariño por el público de San Mamés, le dejó de nuevo fuera. El problema de que se quedase sin jugar "solo" fue que tenía más tiempo para contratar los servicios de docenas de prostitutas y travestis por noche. En estas juergas, empezó a meterse cocaína.
El FC Barcelona sin mal criterio se lo quitó de encima y el astro recaló en el Nápoles. Como si Messi con 24 años ficha por el Cádiz, algo que, por otra parte, también estuvo a punto de suceder. Ahí se hizo la magia. Con un equipo en el que contó con grandes incorporaciones, los brasileños Careca y Alemao, -121 goles metió el primero con la camiseta azul, y el segundo era un mediocentro defensivo con bigote, palabras mayores- le ganó la liga a los todopoderosos equipos del norte, Milan, Inter, Sampdoria y Juventus, en la época en la que ese campeonato estaba años luz del resto.
El documental ignora la calidad de los citados fichajes extranjeros que hizo y tampoco comenta que Ferrara, De Napoli, Zola y Carnavale no eran mancos. Cojos, en este caso. También se les olvida citar que de las dos ligas que ganó, también pudo llevarse la que había en medio, la 87-88, que se perdió misteriosamente en las últimas jornadas. Hablan las malas lenguas de que fue porque se vendió a la mafia por sus apuestas y sus líos. Si ni siquiera se menciona, será porque las malas lenguas tontas no son.
Quién sabe. Lo que sí que se sabe es que la mafia hizo migas con Diego y le facilitó mujeres en abundancia y cocaína. El matiz interesante sobre sus vicios está en que el club fue capaz de hacer que la competición no le apretase con el doping. Aguantaron meses, pero cuando llegó el Mundial de Italia, Diego, muy provocador toda su vida, metió cuña en la nación italiana manifestando que en el norte consideraban basura al sur. Las declaraciones tuvieron el agravante de que hubo napolitanos que apoyaron a Maradona, no todos ni mucho menos, pero suficientes para sacarlos por la tele antes de la gran derrota de los italianos en su mundial. Una humillación a escala internacional que de ninguna manera, en un país serio como es Italia digan lo que digan, iba a quedar impune. Meses después, dio el positivazo y salió por piernas de allí.
El resto no se cuenta. No interesa el Sevilla, ni el Mundial 94 ni Boca. Y es normal, porque lo de Napoli es una leyenda bestial. Por la ciudad, por la estética del momento y por lo que sucedió. El documental, con imágenes de archivo, enfocadas más a la calle que a los partidos, y testimonios directos de Diego Armando, su ex mujer, casi susurrados, lo convierten en una obra que trasciende el interés deportivo.
Me cuesta entender por qué me fascina tanto Maradona en Nápoles. Fue el primer equipo que me hice en las chapas, de hecho. En el colegio, en clase de dibujo, en lugar de florecitas, yo pintaba acuarelas de Maradona. Para el profesor era un perturbado, alienación pura. Y llevaba razón, pero por algo hay que vivir, o morir. Y nunca suele tener mucho sentido.
Nunca me ha abandonado la rabia por sus derrotas cuando, en realidad, debió ser suspendido mucho antes. Sus provocaciones fueron muy chuscas, sus excusas aún más. Ahora, que podría haberse descolgado con un retrato corrosivo del fútbol que vivió, dosifica sus memorias. No ha tomado conciencia de sí mismo. Maradona fue explotado y exprimido y nunca se ha marcado un Marisol, por mucho Che Guevara que se haya tatuado. Eso es quizá lo único que le falta para redondear un personaje que forma parte de la vida de mucha gente; de la mía, por ejemplo. Esto es lo penúltimo que podemos decir. Lo último, desgraciadamente, llegará cuando no esté. Me hubiese gustado ver a mi David enfrentarse realmente también a ese Goliath mediático-corporativo, pero ha seguido colgado del negocio. Sinceramente, teniéndolo todo, no le hacía falta.