Apenas he prestado interés sobre lo que una persona o colectivo pueda proyectar para el resto. No me interesa. En el caso de mi ciudad, València, sí he mostrado curiosidad a través de la lectura de guías o manuales de viajeros. La mayoría de los paracaidistas que han llegado por tierra, aire y mar en sus experiencias se han topado con la versión de una ciudad mediterránea, huertana y pirotécnica. A las puertas de la celebración de Fitur han ido apareciendo reseñas y recomendaciones de València como una polis modélica y visitable. Estoy muy orgulloso. Otros no tanto. Sigue igual de bonita.
Cada uno elige la ciudad en la que quiere vivir y cómo quiere vivir. Yo preferiblemente prefiero disfrutar de pequeños comercios a vagabundear por grandes superficies. Callejear por barrios a sacar la lengua en grandes avenidas. O charlar con los vecinos de las viviendas que a saludar con un frío y áspero ¡Hi! a los visitantes que ocupan apartamentos turísticos. A las bicicletas que a los bólidos. A pisar la huerta y no el caliente asfalto. En fin, esa es mi ciudad. València es una ciudad con mucha personalidad, historia y tradición. Nadie nos la puede arrebatar con un fin servil y mercantilista. En mi caso, cuando la piqueta entra en canal seccionando algo del pasado me entran vértigos. No lo puedo evitar.
Para conocer la ciudad que no he vivido me la han tenido que contar mis padres y abuelos, o bien recurrir a las hemerotecas y lecturas de esos intrépidos forasteros que han pernoctado en ella unos días de asueto. La última conquista literaria, un libro escrito por un tipo con una vida plena, por cierto, ya resuelta. En uno de esos capítulos del título que lleva por nombre “Nuevo descubrimiento del Mediterráneo”, César González-Ruano centra su atención y mirada en cierta visita en Las Fallas celebradas en 1929. Acompañado en su travesía por un elenco de variopintos personajes de la talla de Samuel Ros, Enrique Jardiel Poncela y el dibujante K-Hito. Fueron muchas las caminatas y peripecias que abordaron a González-Ruano en una alcoholizada noche de una València hanseática.
El forastero no dejó de visitar el entorno de La Lonja y el Mercado en unas noches largas y perfumadas, finalizadas en un bar llamado Capri. O sus salidas por el Pueblo Nuevo del Mar y Nazaret. Incluso acabó enamorándose -en un argot más coloquial, mantuvo un efímero lío- de una mujer que residía en Cabanyal. De aquella fugaz relación en uno de sus libros de poesías, “Aún”, escribió sobre la muchacha valenciana que le deslumbró. Visto y no visto. Incluso se llevó unos cuantos golpes en una bronca callejera nocturna acabando con unos cuantos puntos de sutura y gracias al General Sanjurjo fue curado con un tratamiento de los de antes en los bajos del Ideal Room, a base de coñac para sanar las heridas. De esa ciudad cada vez va restando menos.
Si Madrid y Barcelona apostaron por un modelo de ciudad basado en un turismo de negocios o de masas, nosaltres el valencians debemos personalizar el nuestro ¡Qué no nos vendan la moto! Apostemos por una industria turística sostenible, contenida y de convivencia. Por ello, aprovechemos el fin de la pandemia para crear un observatorio y elegir qué modelo de ciudad queremos. Aunque si nos ha costado tantos años decidir la utilidad del Puerto ¿comercial o deportivo?, no me quiero imaginar lo que dará de sí elegir el modelo de ciudad que pretendemos. Fitur no es solo para hacerse la foto y subirla a Instagram, Fitur debe servir para algo más.