Hasta aquí, lo que yo puedo aportar. Si existe algo underground hoy, no tengo ni idea. No sé calibrar ni su valor ni su importancia. Las expresiones culturales que me interesan, a mi edad, pertenecen al pasado y, si son actuales, son en lengua antigua. Incluso muerta. Pero esa misma confusión a la hora de hablar de algo tan poco delimitado como underground o contracultura la encontramos en Undeground, el camino de la desviación (Fuera de Ruta, 2023) de Elena Rosillo.
La introducción de Ignatius Farray cita a Diógenes, Jesucristo, los juglares medievales o la generación beat. Todos ellos revolucionarios en un momento dado al introducir una ruptura con lo establecido, disruptivo dicen ahora. El cómico alude a Dostoievski al principio, “la mejor manera para evitar que un preso se escape es hacerle pensar que no está en ninguna prisión”, pero remata con Nietzsche al final: “el artista es el que baila encadenado”. No hace falta ser un lince para ver en qué acabó convertido el cristianismo, el tostón que puede ser para los críos estudiar la obra de los juglares y en qué han quedado convertidos egregios miembros de las generaciones rompedoras de los 60. Citaré solo a uno de melenas e inclinaciones maoístas: Federico Jiménez Losantos.
El punto de partida de esta lectura para mí está en la famosa frase de Tierno Galván “el que no esté colocado, que se coloque, y al loro”. Rosillo maneja la versión de Beatriz Alonso de Los Monaguillosh de que, en realidad, instaba a la gente a sentarse. A mí me dijo uno de los productores del evento, Javier García-Pelayo, que hablaba del paro, de buscar trabajo, de colocarse. Sea como fuere ha quedado como símbolo de esa época tan denostada estúpidamente.
Nada de lo ocurrido aquellos años de la llamada, posteriormente, Movida, me parece especialmente extraordinario. La música y la estética era la Nueva Ola, ocurrió igual en todas partes. La heroína también campaba por sus respetos en Europa, no era exclusiva de España ni creo que nadie promocionara su uso, o que lo hiciera más de lo que lo habían hecho otras figuras más relevantes en los años 60.
Del resto, hay que tomar nota de que, con la pérdida total de la censura, hubo una explosión expresiva, ya fuese en cómic, ya fuese cinematográfica, que dio lugar a obras muy interesantes. Por descontado, me parece exagerado sublimar estos años y completamente ridículo y oportunista, propio de arribistas siempre a la moda, lo de embestir contra el periodo. Aquí no pasó nada que no estuviera pasando fuera. Pero lo más importante es que siempre existió una continuidad.
En los 70 hubo no pocas expresiones underground, aunque hubiese dictadura. Y por la incertidumbre política hubo un auge de publicaciones que, nunca se ha dicho, pero quizá sean la época dorada del periodismo en España. La mayoría murieron con la democracia. Nuestra democracia indemnizó económicamente a la prensa franquista (la del Movimiento) la que luchó contra las libertades, mientras dejó morir a la que había facilitado su llegada.
Rosillo tiene estudiado este periodo porque se queja de que se hable de los 80 como si antes “todo fuese un erial”. En realidad, explica, la figura del outsider es tan vieja como la sociedad. El do it yourself, siempre al alcance de cualquiera, en términos marxistas es una toma de los medios de producción. En los años de La Movida intervino la televisión del estado, importantes empresas llamadas discográficas. No se debería hablar de contracultura, pero tampoco de movimiento domesticado. Primero, porque no hubo movimiento alguno; segundo, porque lo que se produjo en los 80 fue una profesionalización de la industria del entretenimiento en un contexto de libertades, que se encontraba en un estado precario por la dictadura por motivos obvios. Fue, sencillamente, un proceso.
Este ensayo a continuación establece diferencias entre contracultura y underground. Cuando los excluidos o automarginados crean sus propios círculos de comunicación y expresión, hablamos de subculturas, que tienen como rasgo en común su oposición a las culturas hegemónicas. Estos espacios han sido ampliamente estudiados académicamente, a veces incluso, como detalla Rosillo, porque constituyen una amenaza para el sistema. Pero la definición palmaria de la cuestión es la de Adorno y Horkheimer, cuando diferencian entre cultura popular, orgánica, e industria cultural.
Esa es la parte más reveladora de este ensayo, cuando explica cómo el franquismo, cercenando expresiones como el baile, el carnaval, algunas fiestas populares, así como el cine, la televisión y la música, estaba oprimiendo la propia identidad de ese pueblo. La duda que subyace es si, cuando la industria capitalista domina toda la esfera de la comunicación pública, no nos encontramos ante una situación sensiblemente diferente, pero análoga. Es difícil no apreciar en el fenómeno fan absoluta alienación. Hace años era propio de preadolescentes, y un negocio muy lucrativo a la par que divertido, pero hoy es una actitud de adultos, algunos de cincuenta años o más, y se representa para colgarse medallas.
La parte bonita es que, aunque el franquismo borrara todo el legado de esos años treinta de cante flamenco, de fandangos, de discográficas trabajando a pleno rendimiento, algo que hemos perdido para siempre y que cambió nuestra fisonomía cultural, tampoco podemos hablar de un estado de coma. Como detalla Rosillo, la confluencia del hachís, los soldados estadounidenses, las guitarras españolas, por citar solo un ejemplo de fecundación, fueron el origen de nuevas expresiones genuinas. La rueda siempre continúa, mutando y adaptándose al terreno.
No obstante, la cuestión que quizá se echa de menos en el libro es que, lo que perdura, la continuidad, lo que se parece entre las épocas, está claro, pero lo que las determina suele ser el paradigma tecnológico. Las ideologías y el arte suelen ir detrás de la tecnología, que es la que produce los grandes cambios sociales, aunque haya quien crea lo contrario y sobreestime, en mi opinión, el valor de eso que llamamos “la cultura”.