Fanegadas, carxoferes, tandas de riego, falta de lluvia y patatas sin lavar. L’Horta es estacionalidad, ausencia de invernaderos y una burrada de horas de trabajo que desde la silla de la oficina no podemos imaginar
En su origen este artículo se iba a llamar Un día en la huerta, pero hacemos trampa y llegamos a los campos situados entre Paiporta y la pedanía de La Torre a unas cómodas 11 de la mañana. Hoy el sol cae con crueldad, el viento de poniente agita las hojas de acelga y los llauradors están ya camino al esmorzar. Putada. El calor se ha adelantado un mes. El calendario y la rutina por los aires: a las 6 de la mañana arando, parada antes del mediodía y cuando cae el sol, evaluación de daños. Planificación de la jornada siguiente, reparto de tareas, estrategia para el invierno y mañana más.
¿Vacaciones? Jamás.
Fanegadas en barbecho. Es casi julio y la tierra tiene que respirar y descansar. La mula mecánica ha hecho lo suyo removiendo la tierra de abajo a arriba. Si la cantidad de agua ha sido insuficiente, saldrán patatas pequeñas que no se venden, si ha sido excesiva, podridas. Pura ciencia. Un producto que se recoge dos veces al año y que si es de aquí, se vende casi en el mismo día. Sin lavar, sin almacenar y sin que venga de ultramar.
Mal año para la patata, bueno para la alcachofa. El frío moderado es un firme aliado. El 15 de agosto toca plantar, mientras, se siegan los troncos más castigados, se indultan carxoferes y se tizna el cielo con la quema de rastrojos y desechos.
“Eso de ahí son acelgas y espinacas”. “¿El plástico negro que hay en el tallo? Es para que la miseria no ataque. Sí la miseria: las malas hierbas, la oruga, el caracol, el piojo rojo…”. Los surcos entre acelgas son perfectos: “mi padre y mi tío tienen caballos para arar. Es más lento que la mula mecánica, te quita tiempo de echar cervezas. Pero a ellos les luce más ver el campo de su abuelo bien arado, como les enseñaron, que una cerveza en el bar”. El que habla es José Olmos, de Frutas y Verduras Olmos y descendiente de agricultores “de toda la vida”.
Pisamos tierra regada por la acequia de Favara. Cebollas, alcachofas y calabazas que reciben el agua según los viejos usos y costumbres transmitidos por los árabes.
Poner en marcha los motores de riego que bombean el agua hacia los campos le tiene un aire a las duchas de los campings: en el estanco del pueblo se compran fichas, a razón de 50€/hora de agua, aprox. Cada labrador se “atanda” -coge turno para poner en marcha la bomba introduciendo la ficha- y salvo excepciones que acaban en el Tribunal de las Aguas o resueltas por el regaor -una especie de policía de las aguas encargado de la zona- reina el respeto y la germanor. Con el pan del prójimo no se juega.
Valencia es tierra para hortalizas... y para disparates urbanísticos. Nuestro cicerone en la huerta nos lleva al pie del fracasado proyecto Sociópolis. Ahí donde permanecen en coma edificios inacabados, calles desiertas y cierta avaricia urbana, brotaban pepinos, florecían calabacines y se alzaba la barraca de Mariano Olmos.
Esto fue antes de la expropiación que acompañó al PAI de la Torre, allá por el 2006. Hoy la barraca está encerrada entre vallas y escombros y con lo que fue su huerta, recalificada como terreno urbanizable. En su fachada frontal, un cartel del Ayuntamiento de Valencia le considera bien de interés cultural. Muy útil todo.
Pasamos cerca de los huertos urbanos de Sociópolis, José los califica de fantasía, de una distracción propia del país de la piruleta: “el huerto se trabaja cuando tu sueldo depende de ello. Si al final una lechuga te cuesta 30€, si tienes que invertir horas de las que no dispones, el hobby se convierte en obligación”.