VALENCIA. El viernes pasado, se jugó el partido Alemania-Grecia, de cuartos de final de la Eurocopa, en el que los alemanes lograron una clara victoria (4-2). Alemania, en los últimos años, ha logrado alumbrar un estilo de juego atractivo y vistoso, alejado del tópico alemán (defender, correr, centrar y rematar, como si fueran una Panzerdivision atravesando Francia). Enfrente se encontraba Grecia, una selección de inferior calidad, que fió su suerte a la intensidad defensiva y la búsqueda de un milagro en algún contragolpe.
A pesar de que el estilo de fútbol alemán resulta mucho más atractivo, muchos espectadores, probablemente una mayoría, estaba con Grecia. Y no sólo por la clásica afinidad con el más débil. También por el enfrentamiento subyacente entre ambos países: uno, acreedor. Otro, deudor. Uno, empeñado en ofrecer lecciones de austeridad, con indisimulados ribetes morales, a todo el mundo. Otro, la quintaesencia, se supone, de todo lo que se hizo mal en los años de vino y rosas.
Pasado trágico, presente prometedor
Alemania cae mal en la UE. Hay países en los que siempre ha caído mal. No en vano, Alemania los invadió y ocupó durante años. En ocasiones, dos veces, como es el caso de Bélgica y el norte de Francia. En su invasión, Alemania cometió todo tipo de excesos y tropelías, en un grado nunca visto en Europa. Por eso, estuvo las siguientes décadas pagando sus culpas, en sentido tanto literal como figurado.
Pero, desde la unificación, Alemania parece haber superado muchas de las inseguridades y prevenciones del pasado. Quiere asumir, de una vez por todas, su papel de líder de la UE, como país más poblado y rico y como economía más grande. El eje francoalemán, que dirigió la UE desde los años 50, se encuentra cada vez más explícitamente desequilibrado a favor del socio más poderoso.
Y aquí es donde ha aparecido un problema: no parece que Alemania, o al menos la Alemania actual, sepa cómo liderar la UE. Y ni siquiera está claro que quiera hacerlo.
Hace unas semanas, comentaba las críticas que el estadounidense Paul Krugman, profesor de Harvard, columnista del New York Times y premio Nobel de Economía, llevaba años deslizando sobre el euro y sobre la gestión de la crisis de la UE que está haciendo Alemania. Sin duda, Krugman se excedía en su balance de las debilidades del euro, pero posiblemente no en sus críticas a la gestión alemana.
Es evidente que los países con problemas son en buena medida responsables de su situación actual. Una visión crítica al caso español, con su desaforado ritmo de construcción de viviendas, sin duda nos permitirá relacionar aquellos polvos, del ladrillo, las recalificaciones y las hipotecas a cuarenta años, con los actuales lodos. Pero también conviene recordar que fue la llegada del euro, y sobre todo el crédito barato proporcionado por la banca europea (singularmente, por la banca alemana), lo que permitió montar todo el tinglado y que el crecimiento económico se diera con tanta intensidad.
Cuando un negocio sale mal, suelen salir malparados todos sus socios. Los que prestan y los que reciben el préstamo. En cambio, en la situación actual, y según el planteamiento que hace Alemania, parece que sólo los que (de forma excesiva e irresponsable) invirtieron el dinero de los préstamos en negocios ruinosos son responsables del desastre, y tendrían que afanarse en devolver la deuda a toda costa.
Para ello, para devolver la deuda, los acreedores, es decir, Alemania, exigen una serie de reformas estructurales que permitan contener el gasto. Unas reformas que pueden aliviar la crisis o agravarla, según a quién escuchemos, pero que en todo caso tienen un objetivo prioritario diáfano: devolver el dinero.
Evidentemente, y como dijo el ministro Montoro en un indisimulado aviso a navegantes, el que presta (en este caso, Alemania) espera recuperar su dinero. Si no, no prestaría, o no prestaría, de nuevo parafraseando al Gobierno, "en condiciones muy ventajosas" respecto de lo que está dispuesto a ofrecer el mercado. Sin embargo, cabría hacer al menos dos críticas fundamentales a la actuación alemana, incluso abstrayéndonos de la discusión de si su apuesta por la austeridad es acertada o contraproducente.
¡Arrepentíos, pecadores!
Junto con las reformas que exige Alemania, se desliza una peculiar lección de moralidad típicamente teutónica: habéis abusado irreflexivamente de los años buenos y ahora, para volver a la virtud, es necesario hacerlo por la vía del sufrimiento. Y, además, los términos del sufrimiento los determinamos nosotros, que para algo somos los virtuosos de esta historia. Así que Alemania ofrece su ayuda (si la ofrece), pero será siempre en sus condiciones, que comportan un perpetuo acto de contricción por parte de aquéllos que aspiran a recibirla.
Y, en efecto, Alemania hizo sus reformas estructurales hace casi una década, y también actuó con celeridad para solventar su agujero bancario (recurriendo a fondos propios). Con ello, se presenta como una economía saneada y competitiva. Pero hay un problema: Alemania sólo parece querer salvarse a sí misma, aunque sea a costa de los demás.
Nein, nein, nein
Desde que comenzó la crisis, Alemania ha adoptado un papel de "motor inmóvil" de la UE. Resulta evidente que, por su centralidad y su peso específico, así como por la fortaleza de su economía, cualquier solución a la crisis de deuda y a la depresión que viven varios países de la UE ha de pasar por una acción concertada y liderada por Alemania. Sin embargo, Alemania se niega a actuar. Se niega a adoptar reformas estructurales en el ámbito europeo. Se niega a contemplar la posibilidad de los eurobonos, o de que el BCE pueda actuar en los mercados como lo hace la Reserva Federal o como lo hacían los bancos nacionales de los Estados miembros antes de que sus funciones se vieran subsumidas en el BCE.
Alemania tiene una respuesta para casi todas las propuestas, súplicas y llamadas a la acción que le llegan desde fuera, y esa respuesta es "No". Vengan de Francia, de Italia, de España o (por supuesto) de Grecia. Y también aunque vengan de EE UU o el FMI. Alemania se enquista en una situación en la que se encuentra cómoda (su economía, que sí funciona, se está convirtiendo en "valor refugio" para todos aquellos que huyen despavoridos de los PIGS), y exige, antes de nada, reformas. La ayuda que ofrece Alemania tiene siempre un coste tan grande que los países con dificultades sólo aceptan cuando no les queda más remedio. Sólo muy recientemente, y sólo tras meses y meses de presiones y el riesgo de quedarse aislada, Alemania ha aceptado virar parcialmente su estrategia.
Alemania propone una negociación en unos términos agrios, muy alejados del espíritu de construcción europea, tan presente en los años ochenta. Queda claro, a ojos de todo el mundo, que la UE es sólo una comunión de intereses nacionales, a menudo enfrentados. Un mercado único, y nada más. El proyecto europeo, que ilusionó a mucha gente hasta hace no tanto tiempo (y muy especialmente en España), ha quedado reducido a una unión de conveniencia. Lo malo es que las uniones de conveniencia, como su nombre indica, pueden disolverse con suma facilidad, una vez ya no convenga a las partes.
¿Vuelta a la Alemania del kaiser?
La actitud de Alemania le ha granjeado enemistades y críticas en casi todas partes. Las menciones al nazismo han comenzado a menudear. Unas menciones siempre recurrentes cuando se trata de Alemania, y que no hace falta ni argumentar por qué no resultan en absoluto congruentes.
Sin embargo, la actitud de la Alemania actual, arrogante y con una carencia casi absoluta de tacto y mano izquierda, sí que recuerda ligeramente a la de la Alemania del Kaiser Guillermo II, anterior a la Primera Guerra Mundial (salvo por los bigotes y el militarismo prusianos, claro está). Una potencia emergente, que quería tener un papel en el mundo mucho mayor del que en apariencia se le había asignado.
Un país que pensaba que había llegado tarde al juego de las naciones y el colonialismo, y quería recuperar el tiempo perdido. Un país que acababa ofendiendo a casi todos y metiendo la pata una y otra vez, generando hostilidad en el mundo hacia Alemania y un sentimiento generalizado de incomprensión entre los alemanes: ¿cómo es posible que no nos quieran, si es obvio que somos los mejores?
A la Alemania actual quizás le ocurra algo similar: tras décadas de consenso y de pedir perdón por todas sus tropelías, los alemanes quieren mandar, y tienen cierto complejo de que no se les haya dejado mandar a gusto, a pesar de las múltiples evidencias que avalan que, si alguien tiene que mandar, son ellos. El problema es que, en apariencia, los alemanes no saben mandar sin ofender a aquellos a los que mandan.
Liderar en la UE no puede ser una versión desvaída del colonialismo europeo, que es lo que parece proponerse desde Alemania. Liderar exige comprometerse con el proyecto europeo y asumir también sacrificios, incluso aunque no convengan. El proceso de construcción europea no puede hacerse exclusivamente desde la óptica del interés propio. En tal caso, no estaríamos hablando de un proyecto común, sino de otra cosa.
#prayfor... Valencianano
La marca Amstel de cervezas anunciaba a principios de semana una campaña, relacionada con el circuito urbano de Fórmula 1, consistente en una aplicación de móvil, "iNano", que traducía una serie de frases por la expresión "nano", teóricamente característica de los valencianos.
El anuncio molestó a muchísima gente, que consideraron que con él se estaba haciendo mofa, befa y escarnio del valenciano y los valencianos. Algunos dirigentes políticos, oyendo la llamada de la oportunidad, se apresuraron a explicar que el anuncio constituía "un nuevo ataque a nuestra lengua e identidad", como dijo, con cierto tremendismo, Enric Morera. La cosa llegó a un punto tal que Amstel retiró la campaña a los pocos días de comenzarla.
También surgió alguna voz que criticó, valga la redundancia, el exceso de críticas a la campaña de Amstel como muestra de un nacionalismo desaforado, quizás ignorando que esta empresa ha hecho de sus campañas publicitarias, y desde hace años, un catálogo del aldeanismo más pueril, en torno al lema genérico "Lo tuyo siempre mola más".
En cualquier caso, no cabe sino dar la bienvenida a la retirada de semejante campaña. Y no tanto por su carácter ofensivo, real o supuesto, sino porque, a decir verdad, el humor del anuncio es tan pobre que ni siquiera es fácil reírse de él, como sí logró en su día Loewe (y de reírse con él ya ni hablamos, claro).
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Gullermo López es profesor titular de Periodismo en la Universitat de València