Siento mucho tener que repetirlo, pero ni en los debates electorales, ni en los postelectorales, se está dando la importancia que merece a dos de los aspectos esenciales que tienen casi paralizado a este país desde hace ya al menos tres décadas. El primero de ellos tiene que ver con nuestro patrón de crecimiento económico, y el segundo, con la ineficiencia e ineficacia de nuestras instituciones en la resolución de asuntos propios.
No es que quiera restarle ahora trascendencia al lamentable asunto de la corrupción, al anquilosamiento de los partidos políticos, al deterioro de la sagrada división de poderes o al uso partidista de las instituciones públicas, con la consiguiente pérdida de calidad democrática. Sin ánimo alguno de recurrir a la falsa modestia, ya avisé en reiteradas ocasiones, hace más de un lustro, que el sistema político, tal como lo conocíamos, estaba a punto de saltar por los aires. Entre otras cosas, por la actitud negligente de los partidos “tradicionales” que se negaban a salir a la calle y escuchar a la gente.
Únicamente bastaba con ojear las encuestas del CIS, una tras otra, para darse cuenta del hartazgo de los ciudadanos hacia una “clase política” a la que se percibía como encerrada en sí misma, ajena a la realidad del país, y más pendiente de sus propios asuntos, que de solucionárselos a los ciudadanos, que era precisamente para los que aquellos habían sido elegidos. Puede que a muchos les sorprendiera la irrupción de Podemos en el panorama político, y, en gran parte, también la de Ciudadanos. A mí, desde luego, no.
Cierto es que la crisis que se inició en 2008 ayudó mucho a cebar la bomba del descontento, hasta el punto de que es muy probable que, sin ella, los acontecimientos no se hubieran producido de la manera en que lo han hecho. Pero el hecho es que se han producido, y esto es lo que ahora importa.