Alrededor de la paella valenciana se han ido apilando un sinfín de mandamientos, líneas rojas, mitos. Uno de ellos es el de que no es posible comer una paella superlativa que se haya cocinado en un caldero gigante. Confieso que yo también pensaba hasta hace unos años que eso era solo cosa de fiestas patronales, premios Guinness y arroces batalleros de comedor de colegio. Entonces llegó Boro y nos descubrió que estábamos muy equivocados.
Desde su apertura en 2008 hasta la eclosión del Covid, la bonita alquería de Boro, “plantada” en medio de la huerta del distrito de Quatre Carreres, no tenía cartel en la entrada. El espacio, compuesto por una casa con salón y cocina y una gran terraza, estaba enfocado a la celebración de eventos de pequeña y mediana envergadura. Era un sitio que se conocía exclusivamente a través del boca-oreja y, a pesar del relativo anonimato, funcionaba bastante bien. Cuando llegó la pandemia y se prohibieron los eventos y las mesas de grupos grandes, la alquería se convirtió oficialmente en restaurante. Pero no uno cualquiera.
La principal peculiaridad consiste en que Boro cocina sus arroces a leña en el jardín, delante de los clientes, en un caldero enorme de seis asas del que pueden salir hasta 300 raciones. Es una paella para todos, pero con posibilidad de repetir las veces que quieras.
El menú cerrado que se ofrecía a los clientes en los inicios no sufrió variaciones con el cambio al formato de restaurante. Se compone de unos entrantes -tabla de ibéricos y quesos, esgarraet y clótxinas al vapor-, ensalada de tomate de la huerta y paella valenciana clásica, de la que puedes pedir cuantas raciones quieras. Todo se remata con un postre con fruta de temporada, una exquisita coca de llanda artesanal y una copita de mistela. Todo por 40 euros, incluyendo las bebidas que se consuman durante la comida.