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Europa ante su laberinto regulatorio: cómo la sobrecarga normativa frena la innovación tecnológica

  • Archivo - Edificio Europa, sede del Consejo en donde se recelebran las reuniones de ministros y de líderes de la UE en Bruselas.
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MADRID. Europa lleva años proclamando su ambición de convertirse en una potencia tecnológica global. Sin embargo, la realidad que perciben muchas empresas innovadoras, especialmente en campos de frontera como la biotecnología, la inteligencia artificial o la tecnología médica (MedTech), dista de ese ideal. A medida que Estados Unidos acelera la aprobación de nuevas terapias y dispositivos mediante marcos regulatorios flexibles y predecibles, el Viejo Continente parece atrapado en una maraña de normas, certificaciones y procedimientos que, lejos de proteger al ciudadano, están minando la competitividad de su industria.

Una carrera desigual

El caso del sector MedTech europeo es paradigmático. Desde 2021, la entrada en vigor de los reglamentos MDR (Medical Device Regulation) e IVDR (In Vitro Diagnostic Regulation) ha transformado el entorno normativo del continente. Estas normas nacieron con un objetivo legítimo: reforzar la seguridad y trazabilidad de los dispositivos médicos. Pero la realidad práctica es que han introducido una burocracia tan compleja que ha terminado penalizando a quienes más dependen de la agilidad: las empresas innovadoras.

Mientras que en Estados Unidos la FDA (Food and Drug Administration) ha desarrollado programas acelerados de aprobación —especialmente para tecnologías basadas en inteligencia artificial o para terapias de alto impacto—, en Europa los tiempos de certificación pueden duplicarse o triplicarse. Obtener el marcado CE para un dispositivo de riesgo medio puede llevar entre 12 y 18 meses, y hasta tres años para productos de alta complejidad. A esto se suma la escasez de los llamados Organismos Notificados, las entidades que validan el cumplimiento de las normas: solo 51 para más de 28.000 solicitudes en curso. El resultado es un cuello de botella que amenaza con dejar fuera del mercado a centenares de pymes biotecnológicas antes de que sus productos lleguen siquiera al hospital o al paciente.

En teoría, el marco regulatorio europeo busca equilibrar innovación y seguridad. En la práctica, ese equilibrio se ha roto. Las empresas denuncian que el proceso se ha convertido en un ejercicio de cumplimiento formal más que de evaluación científica. El coste de adaptación a las nuevas normas puede suponer un 25% más de inversión en CAPEX para empresas medianas, y la vigilancia postmercado exige recursos adicionales en áreas como ciberseguridad, protección de datos o reporting ético.

En consecuencia, muchas compañías emergentes están optando por un enfoque “US first”: lanzar primero en Estados Unidos, donde la FDA ofrece un proceso más claro y rápido, y solo después —si los recursos lo permiten— iniciar la vía europea. Según datos de MedTech Europe, el porcentaje de empresas que eligen la UE como mercado de lanzamiento ha caído del 60% al 35-40% en apenas cinco años.

Esto no solo retrasa el acceso de los pacientes europeos a tecnologías punteras; también empobrece el ecosistema industrial. Cada proyecto que se traslada a Boston, San Diego o Houston representa talento, inversión y propiedad intelectual que Europa deja escapar.

Una paradoja autoinfligida

Paradójicamente, la UE es una potencia científica de primer nivel. Universidades como Oxford, ETH Zürich o el Karolinska Institute lideran la investigación biomédica global. Pero transformar ese conocimiento en productos comercializables se ha convertido en una travesía llena de obstáculos. Los inversores lo saben: financiar una empresa biotecnológica o de dispositivos médicos en Europa implica asumir plazos más largos, costes más altos y mayor incertidumbre regulatoria. Por eso, los fondos internacionales concentran cada vez más su capital en EE. UU., donde el entorno político y jurídico ofrece reglas más simples y predecibles.

El exceso de regulación no solo afecta al MedTech. También impacta a la industria farmacéutica, a la robótica, a la inteligencia artificial médica y a la tecnología climática. En todos los casos, la intención protectora acaba generando el efecto contrario: la innovación se desplaza a jurisdicciones donde puede desarrollarse más rápido. No es casualidad que Estados Unidos concentre hoy cerca del 46% del mercado global de dispositivos médicos, mientras Europa se queda en torno al 26%.

El coste de la fragmentación

A la sobrecarga regulatoria se suma la fragmentación entre países. Pese al discurso de la “Europa única”, la aplicación de las normas sanitarias y tecnológicas sigue dependiendo de cada Estado miembro. Esto obliga a diseñar estrategias nacionales, duplicar procesos y multiplicar costes. Las estimaciones apuntan a un incremento del 15-20% en los gastos operativos derivados de esa falta de homogeneidad.

Ejemplos como el del AI Act o la GDPR muestran que, incluso en sectores emergentes, la regulación europea tiende a anteponer el control preventivo a la experimentación. Aunque la protección de datos y la ética son pilares indiscutibles, el exceso de rigidez puede acabar asfixiando la innovación antes de que demuestre su valor.

En palabras de un directivo del sector, “Europa está regulando el futuro antes de haberlo inventado”.

Innovar con permiso

La cultura regulatoria europea tiende a tratar toda novedad con sospecha. Frente a la filosofía anglosajona del “sandbox” —probar, evaluar, corregir—, la aproximación comunitaria suele ser la del “permiso previo”. Esto explica por qué las empresas tecnológicas europeas tardan más en escalar, por qué tantas startups emigran a Silicon Valley y por qué los fondos de venture capital prefieren apostar fuera del continente.

La situación recuerda, en cierto modo, a la industria aeronáutica europea en los años setenta: brillante en ingeniería, pero lenta en ejecución. La diferencia es que, en el contexto actual, la lentitud no se traduce solo en pérdida de competitividad, sino también en un riesgo de dependencia tecnológica. Si Europa no consigue simplificar sus marcos normativos, dependerá cada vez más de tecnologías médicas y farmacéuticas importadas, con menor control sobre su cadena de suministro y su soberanía sanitaria.

El debate no es si regular o no regular. Se trata de regular mejor. Los estándares de seguridad europeos son un referente mundial, pero la normativa debe evolucionar al ritmo de la ciencia. La respuesta no puede ser más burocracia, sino más inteligencia regulatoria: procesos digitales, revisiones por fases, certificaciones modulares y mecanismos de aprobación condicional que permitan introducir innovaciones bajo control clínico real.

Estados Unidos no ha renunciado a la seguridad; simplemente ha sabido convertir la eficiencia regulatoria en una ventaja competitiva. Su modelo demuestra que es posible garantizar calidad y, al mismo tiempo, fomentar el dinamismo empresarial. En Europa, en cambio, la mentalidad de riesgo cero se ha transformado en un freno sistémico.

¿Hacia una Europa más ágil?

Algunos pasos positivos empiezan a darse. La futura Evaluación de Tecnologías Sanitarias (HTA), prevista para 2025, busca armonizar criterios de reembolso y evaluación clínica en toda la UE. Si se aplica con agilidad, podría reducir duplicidades y acelerar la llegada de innovaciones. Del mismo modo, varias instituciones proponen la creación de un “Fast Track Europeo” para tecnologías disruptivas, inspirado en la vía estadounidense “Breakthrough Devices”.

Sin embargo, mientras estos cambios no se materialicen, Europa seguirá perdiendo terreno en la economía de la innovación. La pregunta ya no es si podemos competir con Estados Unidos o China, sino si estamos dispuestos a reformar un sistema que, en nombre de la prudencia, ha terminado penalizando la audacia.

Epílogo: el coste de la prudencia excesiva

Europa ha construido su identidad económica sobre la base de la seguridad, la calidad y el Estado de bienestar. Pero en la era tecnológica, la innovación también es una forma de protección. Proteger la salud, el empleo y la competitividad requiere permitir que las ideas prosperen, no ponerles obstáculos antes de que nazcan.

Si el continente aspira a liderar la próxima ola tecnológica en salud, biotecnología o energía, deberá asumir un cambio de mentalidad: pasar de la regulación como barrera a la regulación como catalizador. Porque, al final, el verdadero riesgo para Europa no es innovar demasiado rápido, sino quedarse atrás mientras el mundo avanza.

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