MADRID. El pasado 19 de septiembre, el Grupo Volkswagen lanzó una auténtica bomba informativa que ha sacudido los cimientos de la industria automovilística europea. No era un anuncio más, era la confirmación, de primera mano, de lo que muchos analistas y críticos del sector venimos advirtiendo desde hace tiempo, (algo que ustedes han visto reflejado bajo mi firma en estas mismas páginas de ValenciaPlaza en diversas ocasiones). No es una sorpresa, sino la previsible consecuencia de un proceso forzado y mal gestionado por los políticos europeos.
La noticia de Volkswagen, que ha dejado a la vista pérdidas importantes y una revisión a la baja de sus previsiones de ventas y resultados, ha sido un golpe de realidad. El gigante alemán, que debería ser el buque insignia de la electrificación en Europa, ha tenido que admitir que su apuesta por el vehículo eléctrico está costándole miles de millones de euros. La cifra es escalofriante: un impacto negativo de 5.100 millones de euros en su resultado operativo para 2025. ¿La razón principal? Los costes extraordinarios y las depreciaciones relacionadas con la decisión de su joya de la corona, Porsche, de ralentizar sus proyectos de electrificación y volver a centrarse en los vehículos de combustión.
Este movimiento de Porsche es un acto de pragmatismo económico. Es el reconocimiento de que la demanda del mercado no evoluciona – ni de lejos ni de cerca - al mismo ritmo que las imposiciones regulatorias. Y Volkswagen, en su conjunto, ha tenido que asumir el coste de ese reajuste estratégico. La rentabilidad operativa del grupo ha caído del 4%-5% al 2%-3%, y el flujo de caja neto se prevé que sea cero, un desplome desde los 1.000-3.000 millones de euros estimados previamente. El mensaje es claro: la inversión masiva en una tecnología que el mercado aún no demanda de forma masiva no está generando los retornos esperados, sino todo lo contrario.
Regulación forzada versus realidad
El drama de Volkswagen no es una anomalía en el sector, sino el síntoma más visible de una crisis que afecta a la totalidad de la industria del automóvil en Europa. La narrativa de la "transición verde" ha pasado de ser un horizonte ilusionante a una pesada losa financiera. Y la razón es simple: las regulaciones europeas han forzado a los fabricantes a embarcarse en una carrera de electrificación sin haber resuelto antes los problemas fundamentales del mercado.
La falta de una demanda real y consolidada es el principal escollo. A pesar de los esfuerzos, los vehículos eléctricos siguen siendo, en su mayoría, inasequibles para la clase media europea. Sus altos precios, la escasa y desigual infraestructura de recarga y la persistente "ansiedad de autonomía" han creado un cuello de botella. Los fabricantes, empujados por las normativas, producen coches que luego no se venden al ritmo deseado, lo que obliga a reducir márgenes y a registrar pérdidas millonarias.
Y los ejemplos son numerosos. Apenas hay un gran grupo automovilístico europeo que se libre de esta tendencia:
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Stellantis, a pesar de su sólida posición financiera inicial, también ha anunciado recientes pérdidas en el primer semestre de 2025. Su ya exCEO, Carlos Tavares, ha sido uno de los más críticos con la política de "imposición" eléctrica de la UE, reconociendo abiertamente que la transición está siendo "insostenible" para la rentabilidad de las empresas. El grupo está reorientando su estrategia para dar más peso a los híbridos y a la optimización de los motores de combustión, un claro intento de encontrar un equilibrio entre la rentabilidad y la regulación.
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Mercedes-Benz, el estandarte del lujo alemán, ha visto cómo su beneficio neto se desplomaba más de un 55% en el mismo periodo. La marca ha tenido que rebajar drásticamente sus previsiones, atribuyendo la caída a la menor rentabilidad de los vehículos eléctricos y a los efectos negativos de los aranceles y la competencia.
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Renault ha sido otro de los gigantes en registrar pérdidas extraordinarias y recortar sus previsiones. Al igual que sus competidores, la firma francesa está en un proceso de reestructuración forzada para reducir costes y adaptarse a un mercado que no cumple con las expectativas de ventas de vehículos eléctricos.
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Incluso BMW, que ha gestionado mejor la crisis gracias a su estrategia más diversificada y a su fuerte presencia en el mercado estadounidense, ha visto cómo su beneficio neto caía un 29% en la primera mitad del año.
La conclusión es inevitable: la apuesta regulatoria de la UE, que ha ignorado la economía de mercado y las necesidades reales de los consumidores, ha debilitado a una industria que hasta hace poco era la principal fortaleza industrial de Europa.
La reacción de Bruselas: ¿Demasiado tarde, demasiado poco?
Ante la magnitud de la crisis, las autoridades europeas han tenido que reaccionar. Las voces de alarma de los fabricantes, que alertaban de multas multimillonarias y de un daño irreparable a la competitividad, han surtido efecto. Y la respuesta ha sido una flexibilización de las normativas, un intento de "echar el freno de mano" para evitar el colapso total.
La medida más notable ha sido la propuesta de relajar los objetivos de emisiones de CO2 para 2025. En lugar de un cumplimiento estricto y anual, se ha dado la opción a los fabricantes de promediar sus resultados a lo largo del periodo 2025-2027. Esto, en la práctica, es un aplazamiento que les permite respirar y evitar las multas, pero no resuelve el problema de fondo: la baja demanda.
A esto se suma el retraso de la controvertida normativa Euro 7, que iba a encarecer aún más los vehículos de combustión. Su aplazamiento hasta 2027 y 2029 es un reconocimiento tácito de que el mercado no está preparado para una transición tan abrupta.
Finalmente, la UE ha decidido aplicar aranceles a los vehículos eléctricos chinos. Esta medida, aunque necesaria para contrarrestar la competencia desleal de empresas que se benefician de subvenciones estatales, es vista como una reacción tardía. La "invasión" de coches chinos ya está en marcha, y la industria europea ha perdido una ventaja competitiva de años.
Las medidas de Bruselas son una mezcla de pragmatismo y de reconocimiento de un error de cálculo. Se parecen a un médico que, al ver que el paciente se ahoga, le quita el oxígeno y le da una palmadita en la espalda. Alivian la presión, sí, pero no curan la enfermedad. La industria necesita una estrategia de futuro clara y a largo plazo, basada en la tecnología que demanda el mercado, la eficiencia y, sobre todo, en la competitividad. Si la UE quiere salvar a su industria automovilística, debe dejar de dictar el paso y empezar a escuchar al sector y a los consumidores, antes de que sea demasiado tarde.
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