Comarca y empresa

UN AÑO DESPUÉS DE LA DANA

Más de tres meses sin ascensor: la Dana que encerró a David en su casa

Cientos de vecinos con movilidad reducida siguen atrapados en sus viviendas por ascensores averiados debido a la riada del 29 de octubre

  • David González, en su casa de Catarroja.
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VALÈNCIA. En Catarroja, la tarde del 29 de octubre, el aire tenía ese sabor metálico que anuncia los malos temporales y los charcos empezaban a unirse, discretos al principio, para, minutos más tarde, formar ríos que discurrían con fuerza por las aceras. En casa, David González se movía con la naturalidad de quien ha hecho de la silla de ruedas una extensión más del cuerpo. Tenía pensado bajar a comprar algo para la cena, pero la luz se fue un par de veces y algo en su interior le dijo que no era buena idea. 

Entonces, llamó a su mujer: "No voy a bajar, se ha ido la luz otra vez". Apenas unos segundos después, desde la terraza, vio cómo una ola, una auténtica pared de agua, arrasaba el parque, los coches y las vallas del descampado que tenía enfrente de su edificio. "Vi cómo se lo llevaba todo", recuerda David. Su mujer y su hijo estaban en el sótano, tratando de sacar el coche del garaje, y durante horas no supo nada de ellos. "Por suerte, regresaron a casa", añade. 

Desde la terraza, la escena parecía una película muda: los gritos ahogados por la lluvia y las luces de los coches flotando como luciérnagas en el barro. "No podía hacer nada. Solo mirar", lamenta David. Lo cierto es que el agua subió más de lo que nadie imaginó. Los ascensores de su edificio quedaron sumergidos bajo el nivel del garaje, tragados por el lodo. Cuando el cielo, por fin, se abrió, la planta baja era una ciénaga y el olor a humedad se pegaba en la garganta. "Los ascensores quedaron inutilizados y, sin ellos, yo me quedé encerrado", añade.

  • - Foto: MARGA FERRER

Su casa, "una cárcel sin barrotes"

David tiene 50 años y una lesión medular desde hace ocho. Un accidente de bicicleta de montaña le cambió la vida: "Era muy deportista: hacía kárate, natación, bici… Después del accidente, aprendí a hacerlo todo de otra manera". Lo dice sin queja, casi con orgullo. "Cuando te pasa algo así, te adaptas. Lo que no puedes hacer de pie, lo haces sentado. Pero esto ha sido distinto. Esto era estar sano de la cabeza y del ánimo, pero sin poder salir de casa por culpa de un ascensor", explica.

Aquel día empezó un confinamiento forzoso, una especie de cuarentena sin pandemia. "Se me cayó el mundo", confiesa. Durante tres meses, su casa fue "una cárcel sin barrotes". Solo podía bajar cuando una ambulancia venía a recogerlo para llevarlo al hospital. "Era el único momento en que tocaba la calle", cuenta David. El resto del tiempo, observaba. Veía desde la ventana o asomado a su terraza cómo los vecinos limpiaban el barro del parque comunitario, cómo las palas rascaban el suelo y las fregonas se movían como péndulos cansados. "Yo los veía y me daba rabia no poder ayudar. Así que cogía el cubo y limpiaba el rellano. Era lo único que podía hacer", recuerda.

  • - Foto: MARGA FERRER

En su edificio, hay cinco ascensores. Casi un año después de la Dana, solo uno funciona, y a medias. Se trata de una cabina provisional convertida en montacargas, sin cristales y con límite de peso. "Lo limpiaron, pero está reventado", explica David. "Faltan los cristales, hay barro por dentro… lo hicieron solo para que pudiera salir, pero no está arreglado", precisa. Más de tres meses tardaron en rehabilitarlo. Durante ese encierro involuntario, su mujer, su hijo y sus vecinos se convirtieron en su único contacto con el exterior.

Algunos le subían agua, comida y, a veces, algún detalle. "Me llamaban: ¿Necesitas algo, David?. Y me subían lo que hiciera falta, pero no era lo mismo. Estás en casa, pero te sientes atrapado", explica. En esos días, la televisión y el móvil eran su ventana al mundo. "Me sentaba en el rellano a hablar con la gente cuando subían. Era mi manera de sentirme parte de algo", recuerda David. La Cruz Roja acudió una vez a ayudarlo a bajar: "Llamé tres veces y solo vinieron una, pero las otras dos, se olvidaron". Lo dice sin rencor, con una media sonrisa resignada. "No sé si la gente se da cuenta de lo que significa no tener ascensor", suspira.

  • - Foto: MARGA FERRER

Falta mano de obra

La Dana del 29 de octubre destrozó 7.530 ascensores en la provincia de Valencia, según datos de la Asociación de Empresas de Ascensores de la Comunitat Valenciana (Ascencoval). De ellos, 6.750 ya han sido reparados, pero 780 siguen fuera de servicio. Muchos en edificios donde viven personas mayores o con movilidad reducida. "La prioridad son los colectivos vulnerables", afirma Ascencoval en un comunicado. Pero los plazos se alargan: faltan piezas y escasean profesionales que los puedan arreglar.

En el edificio de David, los técnicos han ido y venido. Promesas incumplidas, fechas que se desplazan y excusas que se repiten. "Nos dijeron que en verano estarían todos arreglados, y aquí seguimos", dice. "Han terminado uno. Los demás están igual", insiste David. Como presidente de la comunidad, se pasa los días en el garaje, revisando las obras, controlando las puertas, las luces y los cables.

"Ahora estoy más tiempo abajo que en casa",  dice, mientras se ríe.  La empresa de mantenimiento le habla de falta de personal. "Han contratado a gente nueva y ha salido mal. Luego los de siempre han tenido que arreglar lo que los otros hicieron mal", explica.

  • - Foto: MARGA FERRER

La Dana dejó heridas visibles, pero también otras más silenciosas: la soledad de los que dependen de un ascensor para salir a la calle. En Catarroja, esas heridas siguen abiertas. David mira alrededor y señala todo tipo de barreras arquitectónicas: desde rampas mal hechas hasta pasos de peatones imposibles. "Aquí las aceras son una carrera de obstáculos. Si te diera mi silla de ruedas y te dijera que dieras una vuelta por el pueblo, no aguantarías ni dos pasos", asegura. 

En su edificio, hay más vecinos que aún no han vuelto a salir con normalidad: personas mayores, enfermos o gente que ha perdido la confianza en el ascensor tras la riada. Mientras tanto, Ascencoval intenta acelerar el proceso. La moratoria, aprobada para la normativa estatal de seguridad para ascensores, ha permitido liberar horas de trabajo de los operarios y se han formado nuevos técnicos, pero aún faltan manos. 

  • - Foto: MARGA FERRER

En las empresas del sector trabajan unos 2.000 ascensoristas y haría falta, al menos, un 15% más. "El problema es que cada instalación es diferente, hay piezas que deben fabricarse a medida y los ascensores dañados son los más complejos", explican desde la asociación. Sin embargo, en la práctica, esto significa que David y muchos otros siguen esperando que un montacargas oxidado se convierta en un ascensor de verdad.

"He aprendido a tener mucha paciencia", dice David. "Pero he visto muy poca empatía durante este tiempo. La gente no entiende lo que es vivir así. Por mucho que lo intenten, no se pueden poner en nuestro lugar". Habla con calma, sin rabia, pero con la firmeza de quien ha visto sin cumplir demasiadas promesas. La suya no es una queja, sino un recordatorio: sin ascensor no hay autonomía y, sin ella, no hay dignidad. 

  • - Foto: MARGA FERRER

La importancia de la accesibilidad

La piscina comunitaria del edificio, que hace un año era un lodazal, brilla ahora limpia y azul. Este verano, David se bañó por primera vez en ocho años. "Han puesto una silla para poder bajar", dice. "Eso sí lo han hecho bien". Luego se queda un momento en silencio, mirando hacia la ventana por la que tantas veces observó sin poder participar. Uno entiende, al escucharlo, que esta historia no va solo de ascensores. Va de no depender de la suerte o de la fuerza del agua para tener derecho a moverse. De no tener que esperar a que una riada o un titular recuerde que la accesibilidad también es una forma de libertad. 

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