Comunitat Valenciana

EL CALLEJERO

Amparo no se ha movido del Perellonet en 87 años

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Amparo Ballester tiene 87 años y sigue mirando al frente. No hay otra. La vida es un reloj implacable que nunca se detiene. Aunque hay ratos en los que echa la vista atrás y le cruje el corazón. Ella lleva una buena vida, con un negocio, Casa Blayet, en el Perellonet, boyante y trufado de historia, y tiene una bonita familia con tres hijos y cinco nietos, pero su marido ya no está y esa es una pérdida irreparable para ella y que le causa un dolor que ha aprendido a disimular, más que a llevar.

La mañana está tranquila. La gente, en pantalones cortos y con la piel bronceada, parece relajada en este paréntesis que suele ofrecer el verano. Los clientes no tienen prisa, ni suenan los móviles para reclamar las urgencias del día a día. El tiempo se ralentiza en este agosto inhumano de noches tórridas y mañanas infernales. Y en el Perellonet, o en el Perelló, tradicional refugio de miles de valencianos que han heredado, o comparten, el apartamento que compraron sus padres en la segunda mitad del siglo pasado en busca de playa y piscina para aliviar los veranos, Amparo sigue atenta al negocio. Ahora hay unas pocas mesas con gente disfrutando del almuerzo, pero en unas pocas horas volverá el frenesí y el bullicio de las comidas.

Algunos veraneantes saludan a Amparo y ella responde complacida. Lleva toda su vida en ese rincón del mundo. “Yo nací en el 37 donde ahora está la cafetera, en plena guerra. Nací sin luz, sin comadrona, sin médico ni nada”. El restaurante, entonces, era una especie de colmado donde se vendía de todo: pan, leche, azúcar, azafrán… “Yo me acuerdo de la posguerra y fue difícil. Teníamos cartillas de racionamiento y las llevábamos a la última casa que hay antes de llegar al Perelló, que se llamaba la tienda de Miguel y Rosario, y allí teníamos nosotros las cartillas porque pertenecíamos a València y el Perelló, a Sueca”.

Nunca se movió del Perellonet, donde hundió sus raíces. Aquel lugar de los años 40 no tenía nada que ver con este destino de veraneantes. “Aquí, cuando era pequeña, no había mucho: una barraquita por aquí, una choza por allá, grandes dunas en la playa…”. Su abuelo, Blas Ballester, era el guarda de las compuertas. El negocio, donde ahora está el restaurante, lo abrieron en 1935, hace 90 años. “Era tienda y de todo. Aquí matábamos el pollo, hacíamos la paella, íbamos a las anguilas al vivero para hacer el ‘all i pebre’. Mi padre iba a pescar. De todo un poco. Al principio era una tienda, pero como la gente pasaba en carro y a lo mejor veían que en la mesa teníamos la paella que nos íbamos a comer, mi madre se la vendía, o nos pedían si podíamos hacerles una. Así empezamos”. Sus padres, Isabel Peris y Blas Ballester, sacaron el negocio haciendo de todo. Su padre, el mayor de siete hermanos, era Blas, como su abuelo y su hermano, de ahí el nombre de Blayet. “Mi abuelo compró una casa en El Saler para mi padre y su hermano, que se casaron y se quedaron esa casa a medias para los dos”.

Ella tenía dos hermanos más mayores que ya murieron. También perdió a su marido hace 31 años, cuando solo tenía 57 primaveras. “Eso es lo peor que me ha pasado en la vida. Con las llaves en la mano para subir a dormir, cayó muerto y au”. Amparo lo explica con la voz trémula. Cada recuerdo es un aguijonazo. Así que es mejor seguir recto y dejar el dolor atrás. Aunque a ella le cuesta. “Me tocó hacerme cargo de mis hijos y de todo. Tengo un chico y dos chicas y ahora, entre todos, llevan el restaurante. Pero entonces fue muy duro y muy triste. Mi marido no vio casar a sus hijas, ni ha conocido a sus nietos. Pero es lo que hay…”.

Ella no pudo tomar otro camino. No tuvo elección. Siempre anclada al Perellonet. Nada más nacer, con 14 meses, su madre se la llevó a Catarroja con sus abuelos. “Allí fui a la ‘escola dels cagons’, que era como se llamaba entonces la guardería. Mi abuela me llevó después a las monjas y, cuando tenía ocho años, mi madre vino y dijo: ‘Me la llevo’. Las monjas pusieron el grito en el cielo pero mi madre dijo que me llevaba con ella. Y aquí estoy. Hacía falta ayuda. Mi hermana se había casado y ya tenía niños, y mi madre me necesitaba”.

Amparo se convirtió en una niña trabajadora con solo ocho años. “Hacía de todo: sacar la porquería de los baños al campo, arreglar las gallinas, darle de comer a los pollitos, ir al mar a llevarle el café a mi padre, recoger el pescado que tenía e irme a venderlo a Pinedo y a donde podía… Mi madre me lo ponía en dos cestas, le daba un pescado al chófer y otro al cobrador, que entonces iban dos en el autobús, me subía y bajaba en Pinedo para ir vendiéndolo casa por casa”. Amparo se casó con 22 años, uno menos que su esposo. La última vez que vendió pescado por las casas estaba embarazada de su primer hijo. Un día llegó a las cuatro de la tarde sin haber comido y su marido le dijo que no iba a vender pescado nunca más. 

Su padre fue alcalde del Perellonet durante 20 años. Ese hombre, Blas Ballester, puso los cimientos de aquel barrio que entonces pertenecía administrativamente a Ruzafa. Su padre regaló 25 metros cuadrados a Hidroeléctrica para que pusiera el transformador y el pueblo pudiera tener luz. Luego convenció a un hombre, Tomás Laurel, para que cediera su barranca al ayuntamiento a cambio de un terreno para hacerse otra en el Palmar, donde había nacido, y así poder construir las escuelas donde ahora está el ambulatorio. El orgullo familiar brota en los ojos de Amparo, que da un golpe con el puño contra la mesa con cada hito de su padre. “Él puso la luz, el agua, el alcantarillado, las escuelas… Todo lo que hay hecho en este barrio de València, lo hizo mi padre”.

La entrevista remueve la nostalgia y Amparo recuerda que casi todas sus amigas ya se han muerto. A pesar de lo duro que trabajó, siente nostalgia de su juventud. De la “porchadita” que se hicieron sus tíos con un horno moruno que, cuando lo encendían, iban su tía y su madre a hacer pan o a asar calabaza, moniatos o una cazuela de arroz al horno. “Aquí la gente vivía como podía. Eso sí, aquí no pasabas hambre porque el mar siempre estaba ahí. Mi padre pescaba salmonetes, llisas, llobarros, anguilas… De todo. Pescaba ‘al rall’ y con la barca. Yo le remaba y mi padre, que era un hombre con mucha fuerza, usaba una fitora, que tenía las púas al revés, y como el agua era transparente, cuando veía una anguila, le clavaba la fitora y la sacaba. Entonces se llamaba anguila maresa, que ya ha salido al mar y ha purgado el agua de l’Albufera, y tenía la tripa blanca. Aquí también se cogían muchas angulas. Ahora no se ven”.

Las angulas eran muy codiciadas y unos vascos, de Aguinaga, estuvieron 12 o 13 años viajando a València de septiembre a marzo a por este producto tan caro. “Primero las estancaban en la gola porque así se ponían negras, que se cotizaba más que la angula blanca, y luego se la llevaban al norte en camiones. Durante la época que estaban aquí, mi madre les hacía el desayuno y la comida”. Cuando se marchaban, muchas veces se dejaban unas botas de agua excelentes y unos buenos calcetines de lana que compraban en Francia. La madre de Amparo lo recogía y ponía a su hija a remendar los calcetines para aprovecharlo todo.

Otros días se subía con su padre al carro tirado por un macho para recoger pinocha. “Sacábamos la porquería del baño en cubos, se tiraba, se tapaba con arena y luego, por encima, con la pinocha”. Eran otros tiempos y lo que ahora es un gran salón, entonces era un patio con cerdos y un corral rodeado de cañizos. Su madre iba hasta Sueca o Catarroja subida en los camiones de la Campsa -de las gasolineras- para comprar los pollos.

No había muchos días para descansar. Amparo dice que la única fiesta que recuerda en el Perellonet fue la inauguración del barrio en la que estuvo el obispo para bendecir una pequeña capilla donde tomó la primera comunión y donde se casaría años más tarde. A Amparo se le iluminan los ojos recordando cómo su marido, que era de Requena, la cortejó durante la Feria de Julio, en València. “Vino y me dijo: Hola, Amparín, ¿cómo estás? Luego me sacó a bailar y ya no me soltó en toda la noche”. Aquel joven iba tres o cuatro días en verano a Blayet, donde su familia alquilaba una habitación. Ese verano, su madre le comunicó a la de Amparo que su hijo se quería quedar y esta accedió a que se quedara con su hermano. 

La boda, recuerda, la hicieron en lo que ahora es el salón del bar. No ha olvidado ni un detalle. “Ha sido el día más bonito de mi vida”. Su familia de Catarroja les regaló dinero y ellos decidieron irse de viaje a Alicante, Palma de Mallorca, Barcelona y Zaragoza. Por ese orden. Pero su marido, incomprensiblemente, insistió mucho en hacerlo al revés. “Él quería empezar por Zaragoza y yo no entendía por qué. Hasta que llegamos y me dijo que esa noche jugaba el Valencia en La Romareda. Y fuimos, claro”.

El restaurante cogió cierta fama y por allí desfilaron muchos famosos que querían tomarse un arroz al lado del mar. “Aquí ha venido gente de todo tipo. Recuerdo que (la actriz) Ava Gardner estuvo una vez. Siempre han venido famosos. Una temporada cogimos un restaurante en Chiva y allí iban muchos jugadores del Valencia CF. Nosotros siempre hemos hecho lo mismo y aquí la gente sigue viniendo a comer paella, ‘all i pebre’, arroz a banda…”.

Un rato más tarde, Amparo se pasea por las mesas y se pone a hablar con unos y otros. Coge un bocadillo con una mano y se lo va comiendo con buen apetito. Del cuello le cuelga una medallita de la primera comunión con la imagen de la Virgen de los Desamparados, de la que es devota. Enseguida se pone tierna y asegura que la vida antes era más bonita y que la gente estaba más unida. “Ahora todo el mundo va a su bola”.

La medalla fue el regalo de una familia de Madrid -el matrimonio formado por Dionisio Biot y Amparo Belenguer- que distribuía en Madrid, donde habían montado una fábrica de mosaicos, las famosas angulas que les enviaban sus padres desde el Perellonet. Cuando la mujer se enteró de que Amparín no podía tomar la primera comunión, se plantó allí con el traje que había utilizado su hija y con la medallita. A los pocos días, Amparo tomó la primera comunión. “La hija ha sido como una hermana para mí y de vez en cuando iba a pasar temporadas en Madrid con ella”.

Tantos recuerdos la han dejado meditabunda. “¿Qué más quieres saber”, pregunta de sopetón. Amparo pone cara de circunstancias y responde a una última pregunta. “Sí, he tenido una buena vida. Con mucho trabajo y muchos problemas, pero ha estado bien…”.

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