VALÈNCIA. Cracovia está envuelta por un aura mágica, casi mística. Muchos dirán que se debe a ese dragón que vivía en la colina hasta que fue derrotado por un audaz zapatero, liberando a la ciudad de esa amenaza. Pero lo cierto es que ese misticismo se palpa en sus calles, iluminadas por un sol radiante que deja un juego de luces en los edificios difícil de inmortalizar pero, sobre todo, por ese equilibrio entre un futuro prometedor y un pasado que no hay que olvidar.
Para ahondar en aquellos tiempos decido olvidarme del casco histórico y dirigirme al barrio judío de Kazimierz, que antaño fue una ciudad en la que convivieron de forma relativamente pacífica durante siglos cristianos y judíos. Fue posible gracias a Casimiro III El Grande —fundó Kazimierz en 1335— pero tras su muerte llegaron los conflictos y la comunidad judía se trasladó a la parte este. El desenlace que más de una vez se ha repetido en tantas otras ciudades. Tras esos muros que se construyeron vivieron 70.000 judíos y fue la comunidad hebrea más importante y grande de Europa.