VALÈNCIA. Siempre he querido escribir unas Crónicas de la Paella en Nueva York, y aquí está la primera entrega. El viajero que pretenda adentrarse en la gastronomía de la bestia, tiene que estar dispuesto a dejarse fagocitar, porque solo mediante la abnegación se comprenden ciertas verdades. Y entre rascacielos, de nada sirve estirar de raíces. En una metrópolis con 8'5 millones de habitantes, cada cual tiene las suyas, y están tan enredadas las unas con las otras, que no hay quién deshaga la maraña. Hay que dejarse llevar, y aceptar la tapa de mejillones con chorizo. La paella, plato sinestésico de la cultura valenciana, y emblema de la gastronomía española en el mundo, ha tenido que hacer sus concesiones para llegar al público estadounidense. Tan solo a mí me extrañan las fotografías de arroces con huevos fritos por encima. Los que ya se desenvuelven con soltura en el subway y escriben a sus amigos por iMessage -aquí nadie usa WhatsApp- lo ven muy normal: "Ah, sí, las paellas de Socarrat". Y al final, todos los caminos me conducen a Lolo.
Con ustedes, uno de los grandes maestros de ceremonias de la gastronomía española en el show de la Gran Manzana, propietario de cuatro exitosos restaurantes -que se dice pronto en tamaña pista-. Hay un Socarrat Paella Bar en Midtown, Chelsea y Nolita; y luego está La Churrería, también en Mulberry. Lolo Manso es de todo, menos lo que anuncia el apellido, y el día en que le visitamos se empeñó en cocinar -no ni una ni dos- sino nueve paellas. Desde el principio, supe que me enfrentaba a un hostelero de raza, con el cuchillo entre los dientes. Abrió la puerta, me rodeó de personas con las que me quería conectar y arrancó su relato, digno de interiorizar.