VALÈNCIA. Son las diez de la mañana y el asfalto, ya recalentado, advierte del sofoco que viene. El aire empieza a enturbiarse a la altura de los tobillos, pero no es mayor problema para quien, en busca de un hueco en la gran ciudad, viaja desde el mismísimo Sáhara. Por eso Francisco -nunca da su nombre real- le quita hierro: "El calor no molesta. Molesta hacer daño a alguien o ser mala persona".
El desfile de monoplazas que antaño engalanaba la pista hoy es aquí un mito más de la sociedad valenciana: cuando quisimos ser grandiosos. De aquello, sin embargo, apenas queda el betún áspero y hostil, y un vallado imponente, inconexo, asediado por la maleza y la basura. Y desde hace meses, está acompañado de humildes inquilinos que han aprovechado las ruinas del Valencia Street Circuit de la Fórmula 1 para hacerse su pequeña morada, ya casi convertida en un diminuto barrio en el seno del Grao de València.
Saharauis, ghaneses y españoles, entre otros, cohabitan los márgenes de lo que un día fue un circuito. Juntos -saben unos de otros-, pero no revueltos. Los primeros han cercado su pequeño campamento, donde habrá una treintena de inmigrantes y refugiados, con sus puertas de entrada y de salida, sus calles, sus chabolas perfectamente delimitadas. Los nacionales han hecho lo propio un poco más allá y han izado su bandera. Y repartidas, como dejadas caer sobre la pista, se han ido asentando más nómadas.
"Viene la gente mientras busca trabajo o lo que sea", explica uno de los vecinos que hace llamarse Francisco: "No queremos nada más, no queremos que nos den nada, sólo poder ganarnos la vida". Empezaron siendo cinco y se corrió la voz. Hoy habrá medio centenar y resulta complicado consensuar un censo: aquí se va y viene según las circunstancias de cada uno.
Lo cierto es que saben dónde están. Saben que Francisco Camps y Rita Barberá se dieron, protagonistas del momento, algún que otro garbeo por la zona. Saben que ocupan un fiasco urbanístico, resignados a vivir sin electricidad y sin agua, a cargar sus teléfonos móviles en los bares y locutorios del barrio, a depender de oenegés para beber o lavar su ropa. No quieren fotografías, no quieren identificarse. Son la gran mayoría hombres y su anonimato es la tranquilidad de sus familiares. "Ojos que no ven...", parecen decir algunos de los residentes del circuito.