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El otoño gastronómico

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Esa descripción podría ser real en un mundo imaginario, ya que para desazón de nuestros paladares el otoño no llega jamás a nuestras latitudes: ni el meteorológico ni el gastronómico. Sin duda porque el uno depende del otro, lo sigue y acompaña durante toda la estación. Las altas temperaturas permanecen, las sucesivos veranillos de san Miguel y algunos otros virtuosos personajes dan al traste con las comidas sustanciosas que imaginábamos, con los sabores delicados pero intensos, con los perfumes a bosque que debieran inundar nuestras papilas y envolvernos.

No es un axioma, aunque la realidad se impone casi siempre, y en otros lugares, más húmedos y fríos, por lo general la llegada del otoño supone agregar a la monótona dieta urbana elementos ya casi exóticos, como la caza mayor y menor, de pelo y de pluma, las frutas silvestres y las setas salvajes, entendiendo como tales las no cultivadas. La combinación de esos elementos, a los que habría que añadir las hortalizas propias de la estación y las legumbres tan en desuso, nos proporcionaban guisos que llenaron los libros de cocina de los más prestigiosos cocineros, y ahora, conceptos tan en desuso como el faisandage,que reblandece y madura las carnes, o los largos adobos con hierbas y vinos a los que se sometía a los más bravíos animales, como el corzo, el venado o el jabalí, llegarán a perderse en nuestra cultura cálida y mediterránea.

Pocos lugares se atreven hoy a proporcionar al curioso comensal platos que recuerden algunas recetas de las que hicieron famosos a cocineros como Escoffiero Girardet, con  sus becadas en salmis, y su pintada con nabos, respectivamente; u otros descubrimientos como el civet de jabalí, la liebre a la royale según la fórmula del senador Aristide Couteaux, o la gruesa y hermosa perdiz blanca escocesa –la grouse- acompañada de trufas, setas y col, tal como hasta hace poco tiempo se comía en el restaurante Drolma de Barcelona, cocinadas con primor por un clásico contemporáneo como Fermí Puig.

Aunque siempre nos quedará la duda: desaparecen los platos por las razones antes aducidas, o lo harán por lo que significaban de altos costes, largas cocciones, exceso de sabor y calorías, y dificultad de consumir una típica comida de otoño en los nunca razonables minutos a los que nos obliga la vida laboral.

Bien, tendremos que dejarlas para disfrute de los fines de semana. ¡Y aprender a cocinarlas nosotros mismos!

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