La almoixàvena, también llamada “monjavina”, "monxàvena", "monjàvena", “almojávena”, “monchávenes”, "almoxàvena" u otros namings según variantes dialectales, es un dulce propio de la Vall d’Albaida y La Costera. En sus remotos orígenes era preparada el jueves de Cuaresma. Ahora, como las luces de Navidad en los Centros Comerciales o los tomates en los supermercados, aparece en los hornos con más o menos laxitud. Su consumo estacional se sitúa durante la temporada que va de San Antonio al Carnaval. Yo he llegado a ella un par de días tarde, pero el trozo que no me comí mientras conducía de Xàtiva —población productora de monjavina por excelencia— a València antes de que me pillara el toque de queda sigue haciendo que mi cocina sea toda canela y vino en lugar de Sanytol y quitacal.
Lo que lleva la almoixàvena es la lengua común de nuestra repostería: huevos, harina, aceite, vino, azúcar y canela. También, como es frecuente en nuestro repertorio de dulces, es de origen árabe y es tremendamente humilde. La repostería ostentosa es cosa del norte, aquí somos parcos en ingredientes y con eso, levantamos una civilización. Civilización que en estas tierras será expulsada, pero eso es otra historia. Aquí hemos venido a festejar y pringarnos hasta el codo de azúcar.
Mientras escribo esto, pellizco con la mano que no se usa para el ratón un pedacito de almoixàvena, que se separa sin rechistar del resto del conjunto. La masa es irregular, desordenada. Un guirigai de harina al horno. Es una masa quebrada y delicada como un jardín árabe con fuentes y azahar. Josefa Calabuig, de 83 años, me ha contado por teléfono cómo prepara ella la monxàvena pero entre su valenciano setabense y el mío de línea en castellano de colegio público, la receta resultante no tiene una métrica perfecta: «Pues mira, te pones un cazo con agua y aceite, una poquita. El fuego medio. Y te esperas a que rompa a hervir. Ahí le tiras la harina y una poquita sal. Sin pasarse, pero que se note. Le das, le das y le das para remover bien la masa. Tienes que darle hasta que se separe del cazo, porque si no no vale. La sacas del fuego y que refresque. Cuando la toques y no te queme, le echas los huevo de uno en uno y removiendo todo el tiempo. Después en una bandeja la extiendes finita, y al horno».