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el callejero

El mal trago de Luis en el Rocafull

  • Foto: KIKE TABERNER

El Rocafull languidece. Ahora mismo, después de décadas de bullicio y jarana, es una llama a punto de apagarse. Las mesas están vacías a primera hora de la tarde mientras Luis Gilabert, su dueño, trastea allí dentro con desgana. La cabina está vacía y, delante, Luis ha apilado decenas de discos de vinilo que nunca más sonarán allí dentro. Aquello huele a café y despedida. La nostalgia gotea por todas partes. Él, como toda una generación de hombres, fundamentalmente hombres, que mantuvieron vivas las noches de la València de los 80 y los 90, se bate en retirada. Su tiempo ha pasado. Es la hora de descansar.

Pero el adiós duele y Luis está algo taciturno esta tarde. Este hombre de 65 años asume resignado que ya toca dejar de trabajar. “Llevo muchos años aquí metido y mi mujer ya está cansada de esto. Pero mi vida es esto. Esto, mis hijas y mi mujer. Ya toca. Si no es ahora, será dentro de uno, dos o tres meses, pero sí, voy a dejarlo con todo el dolor de mi corazón”. Por eso está recogiendo los discos. Su otra gran ocupación es alquilarle el negocio a alguien afín a sus gustos. A Luis le mataría pasar dentro de un año y ver ahí un franquicia, una tienda de empanadas argentinas o un bar de café de especialidad. Sería como sentir que sus cuatro décadas de historia no han valido para nada.

Su vida ha pasado detrás de una barra. Primero, de adolescente, en el Bar Blesa, en la calle Serranos. Su padre y toda la familia vivían antes de la agricultura en Alborache, en el interior de la provincia, en la Hoya de Buñol. “Pero, por circunstancias de la vida, tuvimos que dejarlo y nos vinimos a València, cuando yo tenía ocho años, porque mi padre necesitaba buscarse la vida de peón”. Su madre, viendo cómo sufrían su marido y su hijo el mayor como albañiles, trabajando siempre a la intemperie, le aconsejó a Luis que buscara faena en una bar, que allí, al menos, estaría a cubierto. Por eso entró en el Blesa con 14 años y no paró hasta que se fue a hacer la mili a Canarias. “No era buen estudiante y me puse a trabajar. Lo que mi madre no me contó es que en el bar no había fines de semana libres, y así te pierdes la vida”.

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