VALENCIA. Llevábamos semanas y semanas preocupándonos por la crisis económica y los continuos recortes gubernamentales; por la prima de riesgo y la inminencia del rescate. Y, cuando parecía que la situación no podía ser peor, ha aparecido ante la opinión pública española uno de los principales problemas que tendrá que afrontar el Gobierno español en los próximos años: el auge del independentismo en Cataluña. Un auge que no es que se haya producido -en absoluto- súbitamente, ni viene sólo motivado por las consecuencias de la crisis económica, aunque ésta, sin duda, lo ha potenciado. Un independentismo que es cada vez más transversal en la sociedad catalana y obedece más, en su reciente incremento, a un cálculo pragmático de costes y beneficios que a cuestiones sentimentales o identitarias (aunque éstas, evidentemente, también tienen un peso enorme).
La imagen que tradicionalmente se ha dibujado del Estado español por parte de los nacionalismos periféricos ha sido la de una institución opresora, con vocación de uniformizar España sobre la identidad mesetaria-castellana y a costa de las demás. Pero esta visión tiende a ignorar dos parámetros de gran relevancia para entender cuál ha sido el devenir español en los últimos 200 años: que el Estado español ha sido casi siempre, ante todo y por encima de todo, débil e inepto.
La pulsión nacionalista del XIX no sólo funciona como elemento disgregador de imperios y del nacimiento de nuevas naciones; es, ante todo, un poderoso elemento de creación de conciencias por parte de los Estados nación ya existentes (España, Francia, Inglaterra, Rusia), así como de otros nuevos que nacen como unión de varios reinos (Italia, Alemania). El proyecto uniformizador español se intenta implantar a imagen y semejanza del francés (una visión centralista que se extiende a factores tan diversos como la concentración del poder, las comunicaciones o el idioma); pero, a diferencia del francés, tiene un éxito -si así podemos considerarlo- parcial. España es en el XIX un país muy atrasado, acostumbrado a las convulsiones políticas y las derrotas militares.
Es justamente esto lo que explica que la identidad mesetaria no acabase asentándose con éxito, y que muchas regiones del país pudiesen conservar sus lenguas, culturas y tradiciones en un estado de relativa buena salud. Piense el lector en el ejemplo francés, con su división administrativa en departamentos según un criterio geográfico, su exitoso sistema educativo basado en valores republicanos, la indiscutible preeminencia de París -Île-de-France y del idioma francés, y verá fácilmente el contraste con España.
Recentralización o autonomismo
La entrada en el siglo XX mantuvo en esencia las posiciones de partida: las clases dirigentes españolas intentaban mantener un planteamiento centralista del Estado. Los movimientos nacionalistas, emanados de las élites locales (sobre todo en el País Vasco y en Cataluña), buscaban, o bien compartir el poder con el Gobierno de Madrid, o bien separarse de España. Y la izquierda, que en sus inicios tuvo muy poco peso específico en España (tan solo la experiencia del sexenio revolucionario y la I República española), oscilaba entre el clásico centralismo jacobino y una sensibilidad autonomista o federalista progresivamente más patente, a menudo ajena o paralela a los movimientos obreros de masas, sobre todo socialistas y anarquistas.
El primer precedente descentralizador con cierto recorrido se dio en la II República, y no pudo ser más convulso. La concesión de la autonomía a Cataluña, País Vasco y Galicia (esta última ya comenzada la Guerra Civil) produjo una reacción virulenta de la derecha española que conduciría a la sublevación de 1936, la Guerra Civil y la dictadura. Una dictadura que se afanaría, a su vez, en aplicar de nuevo el viejo proyecto recentralizador del poder, combinado con una identidad excluyente y basada en la existencia de múltiples "enemigos de España", la mayoría de los cuales, además, se encontraban dentro de la propia España (con los nacionalismos a la cabeza).
El pacto de la Transición, cerrado en falso
La tensión entre la tendencia recentralizadora de la derecha española, las dudas de la izquierda y las presiones de los nacionalismos periféricos alcanza una solución de compromiso en la Constitución de 1978. Una solución que se presenta como definitiva, pero con un importante fallo de diseño: se buscó combinar dos sistemas muy diferentes (el régimen foral, para País Vasco y Navarra, y el autonómico, para las demás CC AA) en un mismo Estado, lo que generaría desde el principio todo tipo de tensiones internas, con Cataluña ubicada siempre en el medio: buscando emular al País Vasco y huir de las demás CC AA.
Tras el rotundo fracaso de la vía, más o menos federal, abierta por Pasqual Maragall e inicialmente aceptada por Zapatero, parece que hemos llegado a un callejón sin salida. El Estado autonómico es ahora denostado por casi todos: por los nacionalistas catalanes, que lo ven como un instrumento anquilosado e insuficiente; y por la derecha española, que considera a las autonomías un sistema ineficaz de administración que, además, ha propiciado la aparición de tensiones identitarias de toda clase.
Es preciso reconocer que la derecha española tiene razón en una cosa: no parece que la descentralización haya servido para cohesionar el Estado y la lealtad institucional por parte de los nacionalismos periféricos. Éstos se quejan de la dejación del Gobierno central y el afán centralizador, ignorando los indudables avances que ha supuesto, en sentido contrario, la implantación del Estado autonómico. De hecho, es imposible entender el crecimiento del independentismo sin atender a las estructuras y las lógicas sociales / identitarias generadas por 30 años de implantación del sistema de las autonomías.
Por su parte, el Gobierno central y sus adláteres se quejan continuamente de las CC AA remedando una concepción clásica del país, según la cual el Estado (y el poder) han de concentrarse en Madrid, mientras que las CC AA no se entienden, en realidad, como parte del Estado. Y por eso se las acusa de todos los males, como por ejemplo del aumento del déficit, a pesar de que, a la hora de la verdad, el déficit esté desbocado en el tramo correspondiente al Estado central, mientras que las CC AA, más o menos, cumplen sus objetivos.
Los deseos y las realidades
Desde luego, es mucho más fácil proclamar que se quiere la independencia que obtenerla efectivamente. Las inercias, de toda clase, que comportan la pertenencia a un país durante tanto tiempo no son fáciles de romper. También hay que tener muy presente el papel de la crisis económica en todo este proceso. Sin embargo, el problema, desde el punto de vista de la integridad territorial del Estado, es muy real: en apenas dos años, el independentismo (que ya había crecido significativamente en la década anterior) ha pasado a ser mayoritario. La cuestión es qué hará el gobierno español ahora.
Posiblemente lo más sensato sería reformar el sistema de balanzas fiscales para reducir significativamente el déficit de Cataluña (y no sólo de Cataluña; también de la Comunidad Valenciana, entre otras CCAA). Porque, además, en este aspecto las quejas respecto de la injusticia del sistema están plenamente justificadas. Tal vez esto podría reducir tensiones y establecer un sistema de funcionamiento más razonable, con vocación de continuidad en el tiempo.
Sin embargo, es mucho más probable que Rajoy haga lo que mejor sabe hacer: nada. Es decir, sentarse y dejar que el problema lo arregle el tiempo. O eso, o que se enquiste definitivamente hasta llegar a una resolución que muy pocos desean sinceramente en España: la secesión de Cataluña (y, muy probablemente, del País Vasco poco después).
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#prayfor... Edurne Uriarte en TVE

El PP decidió antes del verano que el modelo de Televisión Española legado por Zapatero (uno de los pocos aspectos positivos de su mandato) no convenía en época de crisis, y que era mucho mejor volver a un sistema "urdacista" de férreo control de la información. Con tal fin, el PP acabó de sopetón con la necesidad de un consenso para gestionar la política informativa de TVE y se dispuso a hacer lo que tradicionalmente han hecho siempre los sucesivos gobiernos españoles con los medios públicos: convertirlos en mero altavoz propagandístico (con mayor o menor grado de desvergüenza, según los casos).
La última muestra de este afán, por parte del Gobierno, ha sido la contratación de Edurne Uriarte como contertulia en Los desayunos de TVE. Uriarte, catedrática de Ciencias Políticas en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, está casada con el inefable José Ignacio Wert, ministro de Educación. El asunto no merece mayor comentario; no porque no sea impresentable, que lo es, sino porque también es, por desgracia, la tónica general: la patrimonialización descarada del sector público, también en época de recortes y sacrificios.
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Profesor titular de Periodismo en la Universitat de València