Imagenes de la detención de un policía infiltrado durante la manifestación en Madrid frente al Congreso de los Diputados del pasado 25 de septiembre
VALENCIA. El objetivo de cualquier manifestación de carácter político, su razón de ser, es insertar determinadas cuestiones en el espacio público. Este paso previo -que se hable de los problemas expuestos mediante la manifestación- es inexcusable para alcanzar el objetivo último: condicionar la agenda política. El poder de las manifestaciones, por tanto, deriva de dos factores. De su capacidad de convocatoria, como es lógico; pero, sobre todo, de su repercusión mediática.
Un gobierno que no quiera que una manifestación tenga éxito puede optar por estrategias diversas, pero fundamentalmente dos: puede relativizar su incidencia, aplicándole un apagón mediático y político reforzado por cifras escasas (por ejemplo, diciendo que los manifestantes del 25S fueron unos 6.000, es decir: cuatro por cada policía). O puede tratarlas como un desafío mayúsculo y buscar su deslegitimación mediante la crítica al comportamiento de los manifestantes o a sus objetivos. Lo que resulta, en cambio, bastante extraño como estrategia es combinar las dos anteriores: tratar a la manifestación, al mismo tiempo, como un desafío de primer orden y como una cuestión menor. Porque, entonces, el público dudará de ambas estrategias.
La manifestación del miércoles 25 de septiembre estaba concebida en un principio como un acontecimiento acotado en el tiempo. Empezaría y terminaría a lo largo de ese día. Los objetivos de la manifestación eran bien conocidos: ocupar el Congreso de los Diputados como paso previo para alcanzar algún tipo de reforma constituyente. No hace falta decir que dichos objetivos eran poco realistas; sobre todo, dado que la fecha y hora de la manifestación eran conocidas desde hacía meses y, por lo tanto, las fuerzas de orden público se habían podido preparar en consecuencia, formando un invulnerable cordón policial de más de 1.000 agentes. En resumen: todo apuntaba a que la manifestación, en lo que se refiere a sus objetivos, sería un claro fracaso. Los manifestantes se concentrarían delante del cordón policial, dejarían constancia de su número, y se irían.
Para las fuerzas de orden público, una manifestación de estas características es mucho más fácil de controlar que una manifestación espontánea, de aparición imprevisible y duración indeterminada. Como, por ejemplo, comenzaron siendo las manifestaciones de estudiantes del Luis Vives en Valencia, también duramente reprimidas por la policía, y que acabaron alcanzando una repercusión mucho mayor de lo que cabría esperar en un principio.
La estrategia del Gobierno: palo y desprecio
Sin embargo, la manifestación del 25S se descontroló totalmente. Con independencia de que los manifestantes provocasen a los agentes antidisturbios, o incluso les agredieran inicialmente, lo que está fuera de discusión es que la policía se extralimitó. Y no ligeramente, ni sólo en una ocasión. Hizo un uso de la violencia totalmente desmesurado. Casi parecía que el objetivo, más que el orden público, era el desorden público. No se entiende muy bien qué necesidad había de comportarse de semejante manera en una situación que estaba obviamente controlada, con un policía por cada cuatro manifestantes, según Delegación del Gobierno; ¡Y eso, sin contar a los falsos manifestantes que eran, en realidad, policías infiltrados!
Tras el palo policial, llegó el desprecio de las autoridades. Por un lado, el desprecio del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, hablando desde Nueva York de una "mayoría silenciosa" a la que agradecía su apoyo por no manifestarse. La falacia de apelar a una "mayoría silenciosa" muda e invisible, para apropiársela a continuación (quien no está explícitamente contra mí, está conmigo), ya fue un recurso empleado por De Gaulle y por Nixon en su momento. Pero en este caso, he de confesar que el propósito de Rajoy se me escapa. Con su desprecio a los críticos, Rajoy parece alentar al público que aún no se ha manifestado, pero que posiblemente esté de acuerdo con algunas de las críticas al Gobierno, a que también lo haga.
Rajoy actúa como convocante de posteriores manifestaciones, como hizo en la noche del 13 de marzo de 2004, cuando compareció ante las cámaras para denunciar las concentraciones de protesta que se estaban produciendo delante de las sedes del PP en toda España. Una comparecencia que tuvo como consecuencia que mucha gente hostil al PP (en ese momento, posterior al 11M, de enorme tensión), que estaba viendo la televisión en ese momento, supiera que había unas manifestaciones en marcha contra el PP. Y, además, supiera a qué lugar dirigirse para manifestarse. Y todo, merced a la información proporcionada por el propio Rajoy, desde la sede del PP.
Al desprecio del presidente del Gobierno hemos de sumar un clamoroso desprecio mediático. Al menos, por parte de los medios públicos y de algunos de los más significados "meritorios" mediáticos adyacentes al PP, que apenas ofrecieron información sobre la manifestación y las cargas policiales. Ya comienza a hastiar, a decir verdad, que en un país democrático continúen enquistándose en los medios de comunicación comportamientos propios de regímenes autoritarios y de sociedades inmaduras, como el afán sistemático por hacer como si la realidad no existiera; como si pudiéramos envasarla y meterla en un cajón por la vía de no hablar de ella en el Telediario.
Los ciudadanos no somos niños pequeños a los que ocultar las cosas; y, como no lo somos, nos damos cuenta de lo que se está intentando hacer. Sobre todo, cuando luego vemos el contraste entre la relevancia que le otorga TVE a unas manifestaciones en la capital del país y la que le dan el New York Times. O la BBC. O Clarín.
La "Marca España", bajo mínimos
Utilizar la violencia para controlar lo que, en apariencia, ya estaba controlado, o para dar una lección, o con el objetivo que sea, ha sido, como indicábamos, una mala estrategia desde el punto de vista interno. Ha soliviantado a más ciudadanos y probablemente ha contribuido, más que ninguna otra cosa, a que lo que era una cita específica, el miércoles 25 de septiembre, se prolongue en el tiempo. Pero, incluso aunque hubiera salido bien, el empleo de la violencia ha sido un error político mayúsculo a la vista de la repercusión internacional.
En pocos días España ha pasado de ser vista como un país con graves problemas económicos que posiblemente requiera de un rescate (que es lo que llevan meses contando los principales medios de referencia), a aproximarse al caos, con una de sus regiones más ricas y pobladas buscando la independencia mientras sus ciudadanos pasan hambre y han de rebuscar en los contenedores.
Ante ese devastador perfil, no hay nadie, fuera de España, que piense que las manifestaciones muestran la firmeza del Gobierno, su capacidad para controlar la situación. Más bien lo contrario. Y, por desgracia, parece que aciertan: el Gobierno no da la sensación de que controle los acontecimientos, sino de que son los acontecimientos los que lo controlan a él.
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#prayfor... Mariano Rajoy, "hoy menú" con café, copa y puro
Para rematar una semana particularmente devastadora para la imagen del presidente del Gobierno, la revista Interviú publicó un reportaje en el que se detallaban los gastos de diversas comidas y cenas a bordo del avión oficial del presidente del Gobierno. Y, en concreto, una cena en trayecto desde Polonia (donde Rajoy había ido a ver a la selección española de fútbol en la Eurocopa, una decisión que trajo cola en su momento) a base de jamón de jabugo, solomillo, rodaballo y siete botellas de vino para nueve personas que costó más de 1.000 euros.
Las cantidades tal vez no parezcan muy importantes, pero esta cuestión en concreto -los ágapes a costa del erario público- se ha llevado siempre muy mal en España. Los ataques desde los medios de comunicación a estas actitudes suelen ser de grueso calibre. Y, en las presentes circunstancias, mucho más. Por eso, tampoco fue buena idea que Rajoy redondeara su semana fumándose un puro en la Sexta Avenida de Nueva York.
Desde luego, hacerlo no es ningún crimen. Y es habitual, por parte de los medios, hacer demagogia con estas cosas. Pero, como personaje sujeto al escrutinio público, a Rajoy debería preocuparle más (o preocuparle algo, al menos) la imagen que está dando a sus conciudadanos. O tal vez Rajoy piense que la mayoría silenciosa también está con él en esto.
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Profesor titular de Periodismo en la Universitat de València